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Uroboros y el Origen de la Consciencia Narrativa

  • Foto del escritor: bretonamadeus
    bretonamadeus
  • 27 nov
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: hace 2 días

Ilustración alquímica del uroboros, una serpiente con alas que se muerde la cola, símbolo ancestral del origen y ciclo de la consciencia narrativa.
El uroboros alquímico: la serpiente que se devora y se crea a sí misma, imagen primordial del ciclo eterno donde nace la consciencia.

¿Quién no ha sentido, en lo profundo, el deseo de volver al lugar donde todo comenzó?


A ese tiempo sin palabras, cuando éramos apenas cuerpo sostenido, nutrido, cuidado. Antes del yo, antes de la consciencia narrativa, existía solo la seguridad absoluta de estar en los brazos de la madre. No había separación, ni preguntas, ni esfuerzo. Solo el latido compartido con algo más grande.


Ese anhelo de retorno —tan humano, tan profundo— es también el punto de partida de un relato mítico que atraviesa culturas: el símbolo del uroboros, la serpiente que se muerde la cola, imagen del eterno retorno, de la totalidad indiferenciada. 


Con este artículo iniciamos una nueva serie desde el enfoque de la psicología narrativa, dedicada a explorar el origen y evolución de la consciencia narrativa, a partir de la obra fundamental de Erich Neumann, discípulo de Carl Jung. A través de mitos, símbolos y la psicología profunda, rastrearemos el camino de la psique humana desde su gestación en el inconsciente colectivo hasta su lucha por emerger como individuo.


Un viaje de regreso a los comienzos, donde nacer significa, antes que nada, separación



Relieve en piedra de un uroboros, símbolo ancestral de la totalidad indiferenciada. Representa el estado primigenio del alma antes del nacimiento del yo y la consciencia narrativa, en el marco teórico de Neumann.
Uroboros esculpido en piedra, símbolo universal del ciclo eterno, la autogeneración y la fusión primordial.

El mito como símbolo del origen de la consciencia narrativa


Antes de que el yo se nombre, antes de que exista relato, la consciencia permanece sumida en una fusión total con el mundo. No hay sujeto ni objeto, ni tiempo que discurra entre causas y consecuencias. Solo hay totalidad: una matriz indiferenciada donde el alma aún no se sabe distinta. Este estado originario no puede ser explicado con conceptos, porque no hay aún un centro psíquico que diga “yo”. Solo puede ser evocado simbólicamente.


El mito surge precisamente ahí, donde el pensamiento aún no ha nacido pero la psique ya intuye. Es la primera forma de consciencia narrativa: una imagen que, sin saber que narra, contiene el germen del relato. Y esa imagen inaugural es el círculo: forma perfecta, sin comienzo ni fin, donde todos los opuestos —vida y muerte, luz y sombra, masculino y femenino— coexisten sin conflicto.


De todas las figuras circulares, el uroboros es la más poderosa: la serpiente que se muerde la cola, que se engendra y se consume, que es principio y fin al mismo tiempo. Es símbolo cósmico, matriz del alma, útero del mundo. En él, todo está contenido. No hay elección, ni lucha, ni identidad. Solo plenitud sin libertad.


Este símbolo aparece una y otra vez en las culturas antiguas como imagen del origen absoluto. Está presente en la iconografía egipcia, en la alquimia helenística, en los mitos védicos como la rueda de la vida, y en los pueblos precolombinos bajo formas circulares vinculadas a la tierra y al tiempo. También en África occidental, la serpiente sagrada Da simboliza lo eterno que se repliega sobre sí mismo. Todas estas expresiones señalan una misma memoria arquetípica: el recuerdo del estado indiferenciado anterior al yo.


Esa imagen no es solo una metáfora del universo: es una experiencia psíquica primitiva. El infante, en sus primeros momentos, no distingue aún entre sí mismo y el mundo que lo rodea. Vive inmerso en una presencia absoluta, sin límites, sostenido por un todo que lo nutre y lo envuelve. Así, el uroboros no es solo mito: es memoria profunda, huella de un estado anterior al yo, grabada en la psique como nostalgia de una totalidad perdida.


En la totalidad no hay consciencia narrativa, porque no hay separación. Para que el “yo” pueda nacer, deberá romper el círculo. Así comienza el relato: cuando el alma, al separarse, empieza a narrarse.



Representación del niño Horus dentro de un disco solar rodeado por un uroboros, descansando sobre los leones de Akhet, según el papiro de Dama-Heroub de la dinastía XXI. Imagen simbólica del origen del yo y la consciencia narrativa en el pensamiento mitológico egipcio, relevante en el enfoque de Neumann.
El dios Horus niño en el centro del disco solar, envuelto por el uroboros y sostenido por los leones de Akhet (papiro de Dama-Heroub, dinastía XXI)

Incesto Uroborico: el regreso simbólico al origen y la disolución en la madre


En las primeras etapas del desarrollo de la consciencia, cuando aún no se ha alcanzado una madurez suficiente para separarse del estado urobórico, no existe confrontación entre el yo y el mundo, entre el ego y el inconsciente. La consciencia de sí mismo es, en este punto, una experiencia pesada, extraña, agotadora; aún por conquistar. Es aquí donde aparece el concepto del “incesto urobórico”, no como una referencia concreta a la sexualidad, sino como imagen del anhelo de regresar a la unidad indiferenciada: ese estado maternal, primigenio, idílico e infantil de la psique.


Esta forma de “incesto” expresa una entrega pasiva: la disolución en la madre primordial, el deseo de ser absorbido nuevamente por ella, de desaparecer en su totalidad, de fundirse con el todo en un movimiento regresivo y extático. Este retorno lleva la marca simbólica de la muerte en múltiples culturas: la tumba, la cueva, la tierra, el útero, todos se convierten en emblemas de este anhelo de retorno. No es extraño que el impulso místico de unirse con lo divino, la sed de inconsciencia del alcohólico o los romanticismos ligados a la muerte compartan esta misma raíz. El ego que no ha despertado por completo —o el que se ha cansado del mundo— puede caer en este gesto de rendición.


Sin embargo, esta entrega no se vive como algo negativo. Incluso en la aniquilación, el ego se siente seguro, como si retornara al origen con una confianza infantil. Cada noche, al dormir, la consciencia se entrega a ese mar primordial, y cada día renace. Esta danza de muerte y renacimiento tiene un ritmo tan antiguo como la humanidad. El uroboros es tanto matriz como totalidad divina. En él, padre y madre, cielo y tierra, lo alto y lo bajo, están unidos en una cohabitación eterna. Es el símbolo originario del ser eterno: el que se engendra y se destruye a sí mismo, que se da vida y se da muerte, y cuyo movimiento perpetuo genera el ciclo de la existencia.


La potencia de este símbolo no solo reside en representar la unidad indiferenciada, sino también en su capacidad de contener la pulsión creativa del inicio, del origen. Es la rueda que gira sola, el primer empuje rotatorio del devenir. Esta parte activa, asociada al principio masculino, representa la irrupción del tiempo y la evolución. Muchos mitos de creación antigua —como los egipcios— se expresan en imágenes del dios que se fecunda a sí mismo, que se engendra en soledad, en un acto fálico, masturbatorio, que da inicio al mundo.



Ilustración alquímica de Eliphas Levi que representa el principio de correspondencia entre lo superior y lo inferior, enmarcada por un uroboros. Una imagen simbólica del alma reflejada, clave para comprender el desarrollo de la consciencia narrativa según Neumann.
Símbolo alquímico según Eliphas Levi.

El verbo creador: del aliento divino a la palabra como principio de vida


Cuando el impulso de separación comienza a surgir dentro del uroboros, algo nuevo toma forma: la energía creadora. Si hasta ahora todo era totalidad indiferenciada —matriz que contiene, pero también absorbe—, en este punto empieza a gestarse un movimiento hacia la diferenciación. El acto de crear deja de ser solo un ciclo cerrado de nacimiento y muerte, y se convierte en una afirmación: algo quiere emerger desde el centro.


En las antiguas mitologías, puede rastrearse un momento clave en la evolución del pensamiento: el tránsito de la imagen vivida a la idea articulada. Al principio, el símbolo es todo; es vivido como una realidad absoluta, no como representación. Pero con el tiempo, la consciencia comienza a elaborar significados, y esas imágenes —cargadas de fuerza psíquica— empiezan a ser comprendidas también como ideas. Lo que antes era solo experiencia visual o ritual, se transforma en pensamiento, en verbo, en formulación consciente.  La consciencia narrativa empieza a desprenderse de su raíz urobórica.


En los jeroglíficos egipcios, “pensar” se escribe con el signo del corazón, y “hablar” con el de la lengua. Así comienza a emerger, ya en el Egipto antiguo, la noción del verbo creador —una idea que milenios después encontrará eco en la Biblia con el “Verbo de Dios” y en el Logos como principio del cosmos. Esta concepción no logra nunca desprenderse del todo de su raíz simbólica: la de un dios aún inscrito en el uroboros, que se engendra y se expresa desde la unidad primordial de su propio ser.


Este principio creador, lejos de ser aún una abstracción teológica, está enraizado en el interior mismo del uroboros: es el primer impulso activo que emerge desde la totalidad indiferenciada. Tal como el ser humano “da a luz” sus pensamientos y obras desde su interior, también los dioses primordiales crean: Vishnú extrae la tierra del océano, el dios egipcio se engendra a sí mismo, y Prajapati, en los textos védicos, se fecunda mediante oración y concentración interior. Son imágenes arquetípicas de una fuerza generadora que, desde lo profundo del ser indiferenciado, comienza a moverse hacia la creación.


A través de estas imágenes se expresa una verdad central: que la creación, en su nivel más primitivo, no es solo una representación simbólica, sino una vivencia interior que nace desde lo indiferenciado. Este impulso creador —aún contenido en la totalidad del uroboros— comienza a manifestarse como un movimiento hacia fuera. En muchas tradiciones, esta fuerza interior se representa con el aliento, el viento o el fuego sagrado: ruach, pneuma, animus. No se trata aún del espíritu como entidad abstracta, sino del soplo vital que anima desde dentro, que fecunda sin separar, que impulsa el tránsito de lo inmóvil a lo viviente. Es la primera exteriorización del Uno, el primer gesto de la totalidad que se expresa y comienza a narrarse.


Toda esta potencia creadora remite, en última instancia, a la unidad primordial del uroboros: ese Uno indiferenciado donde aún no existen opuestos, donde Padre y Madre no se han separado, y donde todo acto creativo emana desde la totalidad. No hay aún sujeto que crea ni objeto creado; solo un impulso interno que comienza a expresarse. Allí, en ese centro arquetípico, nace el verbo, el movimiento y la vida: el inicio simbólico del relato, cuando la totalidad empieza a hablarse a sí misma.


Relieve de un uroboros tallado en piedra en el antiguo cementerio de Offenbach, Alemania, símbolo del ciclo eterno y del origen de la consciencia narrativa.
Uroboros en piedra en el antiguo cementerio de Offenbach, Alemania

Comer el mundo: el uroboros alimenticio y la génesis del deseo


En las etapas más arcaicas del desarrollo psíquico, el cuerpo es aún el escenario absoluto de la existencia. No hay separación entre alma y carne, entre mundo interior y exterior. Todo lo vivido pasa por el vientre, sede del instinto, del hambre y de la nutrición. Así, en este nivel primigenio, la consciencia se organiza en torno a la necesidad de alimentarse: el deseo de incorporar es también deseo de ser. Comer es la forma más antigua de conocer, de relacionarse con el entorno, de hacerse uno con lo otro.


El uroboros, en este estadio, aparece como símbolo devorador: la vida que se alimenta de sí misma. La totalidad indiferenciada se expresa como círculo que engulle y da sustento, matriz y fauce al mismo tiempo. Muchas mitologías lo muestran crudamente: dioses que devoran a sus hijos, hombres que comen a los dioses, seres que engendran a través del acto de consumir. En los Vedas, Prajapati se sacrifica y se convierte en alimento del universo. En Cronos, que devora a sus hijos, o en el Nahual devorador del mundo, el mito recoge esta lógica primaria: nutrir y destruir no son opuestos, sino dos caras del mismo movimiento vital.


La leche materna —alimento primero— no es solo sustancia, sino símbolo: amor sin deseo, fecundidad sin polaridad, unión sin frontera. En este mundo cerrado del uroboros, la madre es todo: matriz, seno y falo indistintos. El hijo no nace aún como individuo, sino como prolongación de ese cuerpo absoluto que nutre y contiene. Aquí, ser y nutrirse son una misma cosa. El alma no conoce el mundo: lo digiere, lo incorpora sin mediaciones, sin relato, sin distancia.

Pero esa fusión tampoco es eterna. El momento en que el infante distingue entre sí mismo y el pecho que lo alimenta marca una ruptura: nace el deseo, y con él, la falta. Comer deja de ser pura autarquía y se convierte en intercambio. Donde antes había plenitud sin esfuerzo, ahora hay espera, frustración, anhelo. Esa fisura inaugura la consciencia narrativa: el yo emerge como relato de separación. El círculo se rompe, y comienza la historia: no como plenitud, sino como búsqueda.


Relieve del sarcófago de Tutankamón con figura humana rodeada por un uroboros. Imagen simbólica del inicio del alma y de la consciencia narrativa según la psicología arquetipal de Neumann.
Detalle del sarcófago de Tutankamón donde una figura humana es envuelta por un uroboros.

Individuación: el retorno desde el mundo hacia el Ser


El símbolo del uroboros —el círculo que se devora a sí mismo— reaparece al final del desarrollo psicológico como imagen de una nueva totalidad. No ya como encierro indiferenciado, sino como integración consciente. Aquella figura que al comienzo representaba la fusión primordial con la madre, lo no nacido, retorna más adelante transformada en mandala: imagen de un alma que ha recorrido su camino, y que comienza a reunirse consigo misma. El círculo inicial, símbolo del comienzo sin separación, se vuelve ahora símbolo de síntesis. Este retorno no es regresión: es la culminación de una individuación.


La individuación es el movimiento opuesto al de la mera adaptación. Si en la primera mitad de la vida el ego se forja a través del mundo —adquiere roles, responde a exigencias externas, se afirma ante los otros—, hay un momento en que ese impulso pierde sentido. Ya no basta con encajar o sobrevivir: algo más profundo comienza a reclamar espacio. El alma, entonces, gira. Se repliega hacia dentro, y el mundo deja de ser el centro de gravedad. La energía psíquica —antes volcada en la construcción del yo— se orienta hacia el Ser.


Este giro centrovertido no es una evasión, sino una forma de madurez. El ego, que en su momento fue necesario como estructura de diferenciación, debe aprender ahora a ceder. No para desaparecer, sino para hacer lugar al Sí-mismo: la totalidad psíquica que une lo consciente y lo inconsciente, lo vivido y lo latente. El mandala y el uroboros —ambos círculos sagrados— simbolizan este nuevo estado: una totalidad que ya no es ignorancia indiferenciada, sino integración lúcida. Ya no se trata de disolverse, sino de reconocerse como parte del Todo.


Así como al principio el yo debió nacer rompiendo la matriz primordial, ahora debe parirse nuevamente: no desde la madre, sino desde la consciencia. Esta segunda gestación no es biológica, sino espiritual. La rueda del uroboros no vuelve al punto de partida, sino que lo supera desde un nivel más alto. La circularidad se transforma en espiral: se repite, pero se eleva. Este es el arte de la individuación: dejar de estar determinado por el mundo exterior para comenzar a encarnar, desde dentro, la verdad del Ser.




Grabado alquímico antiguo que muestra un uroboros envolviendo a tres figuras arquetípicas bajo el Sol y la Luna, símbolo del estado predual donde madre y padre permanecen unidos en la totalidad indiferenciada del origen de la consciencia narrativa.
El uroboros hermético abrazando a las figuras arquetípicas bajo el Sol y la Luna: imagen del estado previo a toda dualidad, donde lo materno y lo paterno se funden en un solo círculo creador.

Cierre


Desde la Psicología Narrativa, el uroboros no es solo un símbolo ancestral: es la imagen viva del alma antes del relato. Antes del yo, antes del tiempo, la psique reposa en la plenitud de una totalidad indiferenciada. Allí no hay conflicto ni historia, solo el latido compartido con lo absoluto. Su abrazo circular no es prisión, sino origen.


Con este artículo damos inicio a una nueva serie dedicada a la Etapa Mitológica de la Consciencia, explorando cómo en los comienzos del alma humana, mito y psique eran aún una misma sustancia. A partir de la obra de Erich Neumann, discípulo de Carl Jung, seguiremos el desarrollo de la consciencia narrativa desde sus raíces arquetípicas hasta su afirmación individual.


El uroboros nos ha revelado el estado inicial: fusión, alimento, deseo sin forma, creación que se devora a sí misma. Pero todo viaje exige una ruptura. La consciencia debe abandonar esa unidad perfecta para comenzar a distinguirse. Y esa primera gran separación se da ante la figura primordial: la Gran Madre, arquetipo de toda nutrición, pero también de toda posesión en su aspecto terrible.


En el siguiente artículo exploraremos cómo esta figura ambivalente —tan protectora como devoradora— se convierte en el primer gran espejo donde la consciencia en formación debe enfrentarse. Porque antes de poder narrarse, el yo debe sobrevivir al poder de la Madre. Y solo entonces, muy lentamente, comienza a emerger la historia.




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