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La Gran Madre y el Despertar de la Consciencia Narrativa

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    bretonamadeus
  • hace 6 días
  • 16 Min. de lectura

Actualizado: hace 2 días

Escultura paleolítica de la Venus de Willendorf, símbolo arquetípico de la Gran Madre, vinculada al origen de la consciencia narrativa según la lectura de Erich Neumann.
La Venus de Willendorf, una de las representaciones más antiguas de la Gran Madre, encarna la fuerza generativa y arquetípica que precede al surgimiento del yo.

¿Qué queda en nosotros de aquella primera diosa?


Antes de que el yo pudiera pronunciarse, antes de que la consciencia se narrara a sí misma, existió una fuerza que lo contenía todo: la Gran Madre. No era madre en el sentido biológico, ni figura dulcificada por siglos de moral patriarcal. Era totalidad: matriz cósmica, dadora y devoradora, vida que se engendra a través de la muerte. En su abrazo no había libertad, pero sí plenitud. Ella era el mundo.


Este segundo artículo de nuestra serie sobre la consciencia narrativa retoma el hilo donde lo dejamos: del uroboros como símbolo del origen, hacia su despliegue en la figura de la Gran Madre, con sus múltiples rostros y metamorfosis.

 

De la mano de la psicología profunda, y del pensamiento de Erich Neumann y Carl Jung, exploraremos cómo la consciencia en desarrollo debió enfrentarse a esta figura arquetípica para poder nacer como ego, y cómo el mito dio forma a esa lucha ancestral.


Porque todo relato nace del conflicto.Y antes de que el héroe pudiera aparecer en escena, debió separarse de la diosa para que naciera una verdadera consciencia narrativa.



Imagen de la Virgen María con el Niño Jesús, símbolo cristianizado del arquetipo de la Gran Madre según Neumann, vinculado al desarrollo de la consciencia narrativa.
La imagen de la Virgen con el Niño representa una transformación del arquetipo de la Gran Madre en clave patriarcal. Giotto - Florencia Siglo XIV d.C.


El despertar frágil: ambivalencia y amenaza en el nacimiento de la consciencia narrativa


Cuando el ego comienza a emerger desde la fusión indiferenciada del uroboros, algo decisivo ocurre: se rompe el lazo con la matriz primordial y la psique, por primera vez, se enfrenta al mundo como algo distinto de sí. Esta separación —tan necesaria como dolorosa— marca el nacimiento de la consciencia narrativa individual. El alma ya no habita un océano sin bordes, sino que despierta en un mundo lleno de contrastes: placer y dolor, deseo y amenaza, luz y sombra.


La fuerza vital que animaba el uroboros —total, cíclica, indiferenciada— ahora se manifiesta como polaridad. Lo que antes era pura contención, se vuelve ambivalencia. Es aquí donde aparece la Gran Madre, figura arquetípica que rige esta nueva etapa del alma. Ella es la diosa de la vida y de la muerte, de la fertilidad y de la destrucción. Puede ser tierra nutricia, manantial, luna protectora; pero también abismo, peste, hambre o tormenta. Como el pantano que da vida y la engulle, la Gran Madre encarna el doble rostro de lo femenino cósmico: el poder de dar y de quitar.


Desde esta ambivalencia radical nace una profunda sensación de vulnerabilidad. La consciencia es apenas un brote: una isla diminuta en medio del vasto océano inconsciente. Aún no hay una estructura sólida, ni una ley interior que ofrezca resguardo. Todo en el entorno puede volverse signo, una señal cargada de intención divina o espiritual: un trueno, una enfermedad, un sueño inquietante. En este mundo arcaico —psicológico y simbólico— no existe una distinción clara entre lo externo y lo interno, entre los dioses y las emociones, entre el cuerpo y el alma. Lo visible está habitado por lo invisible, y lo invisible toma forma en lo visible. El alma aún no interpreta: proyecta.


La experiencia del alma en esta etapa no es solo temor. Es un horror arcaico, un miedo sin forma que emana del misterio mismo de la existencia. El niño, como el alma primitiva, no distingue entre lo real y lo imaginario. Todo tiene voluntad, intención, alma. El mundo está animado: los árboles escuchan, los muertos hablan, los dioses castigan, las sombras acechan.


Pero es precisamente este miedo el que pone en marcha la narrativa. La psique, ante lo desconocido, comienza a crear imágenes, mitos, figuras protectoras o aterradoras. El arte, la religión, la magia y más tarde la ciencia son intentos de dar forma a lo informe, de nombrar lo innombrable, de convertir el caos en relato. Allí donde el mundo es amenaza, el alma responde con sentido.


Este momento arquetípico, descrito por Neumann como la etapa del matriarcado, no se refiere a un sistema social literal, sino a un estado simbólico del alma. Es un tiempo donde la consciencia aún está profundamente unida a la naturaleza, regida por lo femenino arquetípico. En lo individual, se expresa en la relación simbiótica del niño con su madre; en lo colectivo, en la dependencia de la humanidad con la tierra, los ciclos, la fertilidad y lo sagrado natural.


El ego aún no ha emergido plenamente. Es semilla enterrada en la Gran Madre. Pero ya comienza a percibir su diferencia. Desde esa fractura original, empieza el relato. Y con él, la consciencia narrativa.



Relieve romano del siglo I d. C. que muestra a Isis amamantando al niño Horus/Harpócrates, símbolo arquetípico de la Gran Madre según la lectura de Neumann y su relación con el surgimiento de la consciencia narrativa.
Isis amamantando al niño Horus —asimilado por los griegos como Harpócrates— en un busto romano del siglo I d. C.

El hijo-amante y el despertar trágico del yo


A medida que la consciencia da su primer giro hacia sí misma —cuando ya no solo percibe, sino que comienza a saberse distinta del mundo que la rodea— el uroboros materno, antes fuente de nutrición y refugio, se torna sombra. La experiencia de unidad indiferenciada deja de ser paraíso y empieza a sentirse como prisión. La matriz, que envolvía amorosamente, se revela ahora como destino psíquico: una fuerza oscura que domina desde lo profundo. Lo que antes era plenitud se transforma en amenaza; lo eterno, en transitorio; lo envolvente, en encierro.


Esta transformación no es solo simbólica. Con el desarrollo de la autoconciencia, el ego empieza a saberse mortal. El tiempo irrumpe como conflicto. La vida ya no es solo vivida: es observada, y en esa distancia aparece la conciencia de la finitud. La Gran Madre —imagen primordial de la abundancia infinita— se muestra también como la noche que devora, como el ciclo que engendra, pero también sepulta. La consciencia, aún frágil, la percibe no solo como origen, sino como destino.


En esta fase intermedia —cuando la infancia ha quedado atrás, pero la madurez aún no ha llegado— el ego adolescente vive en tensión. Ha emergido del seno materno, pero no logra aún liberarse por completo. El vínculo con el inconsciente permanece activo, cargado de ambivalencia: amor y miedo, deseo y amenaza, atracción y muerte. La consciencia ya no es solo un brote, pero tampoco ha echado raíz. En este territorio incierto aparecen las figuras del hijo-amante: mitos que expresan la tragedia de una consciencia masculina que intenta diferenciarse, pero es absorbida por aquello mismo de lo que buscaba nacer.


Attis, Adonis, Tammuz, Horus. No son solo hijos de la diosa: son también sus amantes. Engendrados por ella, amados, sacrificados, enterrados y llorados por ella, sus vidas condensan el drama de un yo que aún no puede sostener su alteridad. La Diosa los nutre y los destruye. En ellos, el principio masculino apenas naciente intenta afirmarse, pero no lo logra. Su deseo de separación es vencido por una fuerza ancestral que lo reclama. El amor de la Gran Madre no libera: absorbe.


El hijo-amante encarna ese umbral entre el niño y el héroe. Ha comenzado a separarse, pero aún no ha construido su voluntad. Su virilidad no es fuerza, sino flor. Por eso su destino es el sacrificio: morir en los brazos de quien lo ama, disolverse en lo mismo de lo que quiso escapar. Aún no hay padre, ni ley, ni palabra. Solo el eco de una consciencia que ha despertado, pero aún no se sostiene. Es el yo naciente, atrapado en el abrazo del arquetipo materno.


La Gran Madre —amada y terrible— sigue reinando en el alma.



La juventud de Baco”, pintura de William-Adolphe Bouguereau (1884), que representa una bacanal en torno a Dionisio, símbolo del hijo-amante sacrificado en los cultos de la Gran Madre, según la interpretación de Neumann sobre los orígenes de la consciencia narrativa
La juventud de Baco (1884), obra de William-Adolphe Bouguereau. La escena representa una bacanal en honor a Dionisio, figura arquetípica del hijo-amante.

El hijo-amante y el destino floral: sacrificio bajo el signo de la Madre


En el umbral de la adolescencia psíquica, cuando el yo comienza a distinguirse tímidamente del útero simbólico, la Gran Madre aún no ha soltado su dominio. Frente a ella, lo masculino no es todavía consciencia ni voluntad: es cuerpo, belleza, presencia pasiva. No hay en estos jóvenes ni iniciativa ni dirección —solo ofrecimiento. La Diosa los elige, los despierta, los fecunda… y los destruye.


Estas figuras del hijo-amante —Attis, Adonis, Hyakinthos— no son héroes ni padres fundadores. No poseen historia propia, ni misión, ni palabra. Son flores vivientes: bellos, frágiles, efímeros. En sus mitos, sus muertes están selladas desde el inicio. Nombrados con símbolos vegetales —narcisos, violetas, anémonas— evocan una virilidad aún sin forma, una masculinidad sin voz. No luchan, no escapan, no se oponen. Son amados por la Diosa, pero no en un vínculo de reciprocidad: son poseídos, absorbidos, consumidos.


En esa posesión se cumple el rito: fecundación seguida de sacrificio. Como zánganos en torno a la reina, su función es única: garantizar la fertilidad. Y una vez cumplida, desaparecen. Son dioses de la primavera, sí, pero su florecimiento exige siega. La madre que los adora es también la que los devora. Su deseo no reconoce al individuo, sino al falo como instrumento. Por eso, en los antiguos cultos, no se veneraba al joven, sino a su órgano: su cuerpo era medio, no fin. Cuando ese poder generador cumplía su ciclo, la diosa lo reclamaba —a veces incluso mediante la castración ritual, reintegrándolo a su matriz.


Desde la mirada de la Gran Madre, cada primavera es la misma. Cada hijo, cada amante, cada flor, no es más que una variación del mismo ciclo. Ella permanece idéntica; ellos, eternamente reemplazables. Así, el ego adolescente —aún sin centro, sin historia, sin palabra propia— se hunde en su destino floral: bello, amado… y sacrificado.



Fresco de Pompeya (siglo I d.C.) que representa a Penteo siendo despedazado por las Bacantes. La escena simboliza el sacrificio del ego masculino ante el poder arquetípico de la Gran Madre, clave en la lectura de Neumann sobre la consciencia narrativa.
Penteo descuartizado por las Bacantes. Fresco romano hallado en Pompeya, siglo I d.C. En esta escena ritual, el joven rey es castigado por espiar los misterios de Dionisio, y devorado por mujeres en trance —entre ellas, su propia madre.

Sangre y fertilidad: el rostro terrible de la Gran Madre


Adorada desde el valle del Nilo hasta los templos de la India, desde las montañas de Asia Menor hasta los bosques sagrados de África ancestral, la Gran Madre nunca fue una figura dócil ni apacible. Diosa de la vida, sí, pero también de la caza, de la guerra, del éxtasis y del sacrificio. Donde su fertilidad era invocada, la muerte no estaba lejos. Porque la ley de la tierra —más antigua que cualquier ética patriarcal— siempre lo supo: no hay nacimiento sin ruptura, ni cosecha sin poda, ni regeneración sin pérdida.


En sus manos, la sangre no era desecho, sino magia viva: sustancia sagrada capaz de hacer germinar la semilla, hinchar los vientres, florecer los campos. No solo menstruaba la mujer: menstruaba también la diosa, y en esa sangre ardía el misterio de la renovación. Por eso, la misma que amamanta al niño, alza la lanza y hunde los colmillos. Bast, Mut, Hathor, Neith —las grandes diosas egipcias— no eran dulces ni pasivas: eran fuerzas cósmicas ambivalentes, capaces de nutrir, danzar y fecundar… pero también de desgarrar, castigar y devorar.


Este doble rostro no es una contradicción: es la sabiduría del mito. La pasión femenina, en su forma más primordial, es fuerza natural desbordada, sin filtros ni límites. Para el ego masculino en formación —aún inseguro, aún débil— ese torrente resulta insoportable. Allí donde la mujer aparece como deseo incontenible o violencia sagrada, el adolescente psíquico tiembla. Y lo hace no por cobardía, sino porque, en lo profundo, presiente que su consciencia aún no está lista para enfrentar ese abismo.


El mito responde a este miedo de manera ritual: no para eliminarlo, sino para darle forma, para contener lo incontenible. Así, en los antiguos cultos de la Gran Madre, la castración, el desmembramiento y la muerte eran ofrendas necesarias. No eran castigo, sino tránsito. Porque la tierra devora a sus hijos… para volver a parirlos. El grano cae para germinar. El árbol muere para alimentar el bosque. El cuerpo, cortado o enterrado, no es pérdida, sino promesa de retorno.


En este nivel arquetípico, no hay separación entre sexo, sacrificio y estación. La guadaña que siega los campos es la misma que corta el falo del hijo-amante. La tumba es útero. La sangre es semilla. Y la muerte… la forma más profunda del amor sagrado.




Escultura de Equidna, figura mitológica con cuerpo de mujer y cola de serpiente, creada por Pirro Ligorio en 1555. Representa la dimensión oscura y primigenia de la Gran Madre en la narrativa de la consciencia según Neumann.
Escultura de Equidna, la Madre Terrible, realizada por Pirro Ligorio en 1555, ubicada en el Sacro Bosco de Bomarzo, Italia. Con cuerpo híbrido de mujer y serpiente, esta figura encarna el aspecto monstruoso de la Gran Madre: generadora de criaturas salvajes y símbolo del abismo instintivo del que el ego busca emanciparse.

El amante hechizado: fascinación, éxtasis y regresión ante la Gran Madre


Muerte, castración y desmembramiento son apenas algunos de los destinos que amenazan al joven amante de la Gran Madre. Pero no agotan la naturaleza profunda de su vínculo con ella. Porque la diosa no solo mata: también seduce, embriaga, hechiza. Es soberana del deseo y del éxtasis, encarnación de un placer tan absoluto que conduce, inevitablemente, a la disolución del yo. En su abrazo se confunden gozo y perdición, erotismo y locura, fecundidad y aniquilación.


Para el joven dios —cuyo ego apenas ha comenzado a nacer— la frontera entre deseo y disolución es difusa. Fascinado, se entrega sin defensa, y esa entrega no es redención, sino regresión. El contacto sexual con la diosa no consuma un amor de iguales, sino un incesto simbólico: retorno al estado indiferenciado, fusión fatal con la matriz primordial. La frase post coitum omne animal triste (“después del coito, todo animal es triste”) adquiere aquí su sentido arquetípico: el orgasmo es colapso de la conciencia, caída en el abismo prenatal, muerte simbólica del yo.


En esta etapa, la sexualidad no es aún una experiencia personal: es una fuerza transpersonal que arrastra. El falo y el útero son potencias cósmicas. El ego, aún frágil, no puede sostenerse frente a ellas. La conciencia sucumbe ante el no-ego: es absorbida por la matriz divina, no con ternura, sino con el magnetismo irresistible de la fascinación. La Gran Madre es demasiado antigua, demasiado vasta, demasiado próxima al origen para ser enfrentada sin quebranto.


En su aspecto terrible, ella es la bruja arquetípica: confunde los sentidos, trastorna la razón, despoja al hombre de su forma humana. Como Circe, transforma a los hombres en bestias. Como Ishtar, ama para destruir. El varón, aquí, no es sujeto deseante, sino cuerpo sacrificial: instrumento ardiente que será consumido. La diosa reina sobre lo instintivo, y lo masculino —sin alma, sin palabra— es apenas su vehículo.


Por eso, los jóvenes dioses —Adonis, Attis, Hyakinthos— no son héroes ni padres fundadores. Son flores vivientes: bellos, frágiles, ofrecidos. La diosa los elige, los celebra, los fecunda… y los abandona. Su amor no reconoce al otro: cada amante es intercambiable, cada primavera trae un nuevo cuerpo que será segado. La virilidad sin consciencia es solo materia de sacrificio.


En la Epopeya de Gilgamesh, esta verdad se revela con brutal claridad. Cuando Ishtar intenta seducirlo, él la rechaza, recordándole los destinos de sus antiguos amantes: el león cazado, el pastor herido, el jardinero convertido en araña. Ninguno sobrevivió a su abrazo. Amarla es ser elegido para la ruina. Porque la diosa, que en un tiempo nutrió, ahora devora bajo el signo del deseo.


Solo cuando el ego comienza a consolidarse —cuando la consciencia masculina gana forma y dirección— puede percibir este hechizo como amenaza. Solo entonces se revela el rostro oculto de la Madre: no solo fuente de vida, sino fuerza que castra, enloquece y aniquila. La fascinación se vuelve trampa. Y el amor, precio de sangre. Desde lo profundo del inconsciente, la Gran Madre sigue exigiendo sacrificios.




Mural de la diosa Isis con alas extendidas, decorando la tumba de Seti I en el Valle de los Reyes, Egipto, circa 1360 a.C. Representa a la Gran Madre en su forma protectora, clave en la evolución de la consciencia narrativa según Neumann.
Mural de la diosa Isis en la tumba de Seti I, Valle de los Reyes, Egipto (c. 1360 a.C.). Con sus alas extendidas, Isis encarna la fuerza protectora y regeneradora de la Gran Madre, que envuelve al muerto en su tránsito hacia la otra vida.

Isis: de Gran Madre a madre patriarcal


El mito de Isis, tal como nos ha llegado a través de las versiones egipcias más tardías, aparece ya atravesado por una relectura patriarcal que suaviza y domestica el arquetipo original de la Gran Madre. Se nos presenta como esposa fiel, como madre devota y como protectora de su hijo Horus, encarnando la ternura, la fidelidad y la defensa del linaje. Pero bajo esa capa narrativa, aún pueden percibirse —en resquicios, contradicciones y episodios laterales— las huellas del rostro primigenio: aquel de la Madre terrible, devoradora y regente de los ciclos vida-muerte-renacimiento.


Incluso desde el vientre, Isis y Osiris están unidos. Pero cuando Set despedaza al dios, es su hermana-esposa quien lo busca, lo llora, lo recompone y lo hace renacer. No solo es esposa: es madre de su hermano muerto. En ese gesto se concentra el núcleo más antiguo del mito: Isis como Gran Madre, capaz de fecundar desde la muerte y de restituir la vida a través del sacrificio. Sin embargo, esta dimensión mística y ambigua será progresivamente reformulada. Isis se convierte en madre ejemplar y esposa monógama. Su rostro oscuro es desplazado: el útero que renace ya no es abismo, sino cuna.


Pero el arquetipo no desaparece sin dejar marcas. En un giro profundamente revelador, Isis —en el conflicto entre Horus y Set— termina defendiendo al fratricida, por el solo hecho de compartir su sangre. Horus, en su rol de vengador del padre, se enfrenta a esa traición, y es entonces cuando Isis, su madre, lo hiere con su lanza. Este acto, en apariencia contradictorio, revela que la diosa aún no ha cedido del todo su lugar como Gran Madre: se posiciona por encima del bien y del mal, por encima incluso del linaje. Herir al hijo es, aquí, un gesto arquetípico: la madre que no renuncia a su soberanía.


Otros detalles refuerzan este trasfondo reprimido. Isis asesina en secreto a los hijos de Astarté en Byblos; su hijo Horus nace de un padre muerto, desmembrado y castrado; y ese hijo —como los hijos de tantas Grandes Madres— tiene piernas débiles, cuerpo ambiguo y atributos femeninos. El linaje egipcio no nace del padre, sino de una fecundación necromántica, ritual y sangrienta. Osiris revive, pero mutilado. Horus crece, pero marcado por la feminización y la dependencia. Todo ello señala que la fertilidad de la Gran Madre exige muerte, desmembramiento, castración, y que la paternidad —aún simbólica— solo puede afirmarse tras atravesar el útero oscuro de la diosa.


El punto de inflexión definitivo llega cuando Horus decapita a Isis. El acto es un sacrificio simbólico: para fundar el orden patriarcal, debe destruir el poder de la madre arquetípica. Sin embargo, la diosa no muere. Thoth, dios de la sabiduría, le da un nuevo rostro: la cabeza de vaca. Isis renace como Hathor, la madre buena, apaciguada, domesticada. La terrible ha sido exiliada. Su nueva forma representa la adaptación del arquetipo a las estructuras patriarcales: madre, sí, pero subordinada; dadora de vida, pero ya no devoradora.

Sin embargo, su sombra permanece. En la sala del Juicio de los Muertos, junto a la balanza que pesa los corazones, aparece Ammut —la devoradora— con cuerpo híbrido de cocodrilo, leona e hipopótamo. Esa es Isis exiliada, reprimida, convertida en monstruo. Allí donde la diosa buena preside el hogar, su doble terrible juzga en la penumbra.


Así, el mito de Isis, leído desde sus fisuras, revela el proceso de represión simbólica que operó en el tránsito del matriarcado al patriarcado. La Gran Madre no desaparece: es dividida. Su rostro nutritivo se eleva como ideal; su aspecto devorador se hunde en el inconsciente colectivo, donde sigue operando bajo nombres nuevos, pero con la misma fuerza arquetípica.



intura en crátera griega de ca. 470 a.C. que muestra a Artemisa apuntando con su arco mientras Acteón es atacado por sus propios perros. Representación arquetípica del castigo ritual en el mito de la Gran Madre, según la lectura de Neumann sobre la consciencia narrativa.
Pintura en crátera griega (ca. 470 a.C.) de Artemisa y la muerte de Acteón. El joven, por haber contemplado la desnudez de la diosa, es transformado en ciervo y devorado por sus propios perros.

El ocaso de la Gran Madre: de los misterios de Creta al surgimiento del héroe


Antes de que los dioses olímpicos reinaran en el cielo griego, otra deidad más antigua —más cercana a la tierra, al instinto, a la sangre— ocupaba el centro del culto: la Gran Madre. En la cultura creto-micénica, como en Egipto, Fenicia, Babilonia o la India antigua, el arquetipo dominante no era un padre celeste, sino una diosa telúrica, señora de las montañas, de los animales salvajes, de las cuevas y del inframundo. Su culto, celebrado por mujeres sacerdotisas, tenía lugar en espacios oscuros, subterráneos, húmedos: úteros simbólicos del mundo.


A ella estaban consagrados el toro, la serpiente, la perra, la cerda, la cabra: símbolos de fecundidad, instinto y regeneración, pero también de sacrificio. En los frescos de Creta, donde se muestran vacas con terneros y cabras con sus crías, se guarda la memoria simbólica de ese ciclo arquetípico de nacimiento, muerte y retorno. Incluso Zeus —el futuro rey del Olimpo— aparece en sus formas más arcaicas como un niño alimentado por una cabra o una perra, símbolos de la Gran Madre, aún antes de ser hijo del padre.


Los misterios de la Gran Madre adoptaron múltiples formas: celebrados en Eleusis con solemnidad y simbolismo agrario, o con sangre y frenesí en los cultos báquicos. Dionisio, hijo de una madre mortal y símbolo del dios desgarrado, es también su hijo-amante, aquel que muere y renace en la orgía. Artemisa, diosa virgen y cazadora, aún porta el rostro terrible de la Gran Madre: exige sacrificios, flagelaciones, muertes. Acteón, por mirar su desnudez, es convertido en ciervo y devorado por sus propios perros; Penteo es descuartizado por su madre Agave en un trance de locura ritual. Son castigos que revelan una matriz arquetípica más antigua: el ego masculino aún débil, aún en formación, sucumbe ante el poder devastador de lo femenino absoluto.


Pero este dominio empieza a ser desafiado. Con los héroes —Perseo, Heracles, Teseo— comienza una nueva fase. Son hijos de dioses masculinos, guiados o protegidos por Atenea, diosa de la sabiduría ya desligada del útero. Su misión: enfrentar y superar a los monstruos que encarnan el poder residual de la Gran Madre. Perseo decapita a la Gorgona, imagen de la madre petrificante; Teseo mata al Minotauro en el laberinto, símbolo del vientre devorador. Es el inicio del mito heroico, donde el yo comienza a afirmarse, a salir del encantamiento matriarcal y a fundar una nueva estructura de consciencia: patriarcal, solar, lineal.


Desde la psicología narrativa, este tránsito no es solo histórico, sino profundamente psíquico. El paso del culto a la Gran Madre al surgimiento del héroe representa una transformación en la consciencia humana: el ego que, habiendo nacido de la madre, debe enfrentarse a ella para no ser devorado. Así, el mito se vuelve mapa del alma: una lucha por emerger, por separarse, por narrarse desde otro centro. Lo materno ya no reina como totalidad indiferenciada: comienza a escindirse, a fragmentarse, y con ello se abre el camino de la consciencia individual.



Escultura clásica de Perseo sosteniendo la cabeza de Medusa. Representación simbólica del surgimiento del ego patriarcal frente al arquetipo de la Gran Madre, desde la perspectiva de la consciencia narrativa analizada por Neumann.
Perseo con la cabeza de Medusa. Escultura del Vaticano. En clave simbólica, esta escena representa el triunfo del héroe solar patriarcal sobre la Madre Terrible.

El fin del abrazo: el ego se alza y la Gran Madre se retira


Todo lo que hemos recorrido —desde el uroboros indiferenciado hasta los ritos sangrientos de la diosa, pasando por los mitos del hijo-amante y las figuras trágicas de Dionisio, Acteón y Osiris— apunta hacia una transformación profunda: el momento en que el ego, fortalecido por su tránsito por la sombra materna, comienza a afirmarse por sí mismo.


En esta última etapa de la lucha arquetípica, el principio masculino ya no se limita a danzar en torno al vientre de la Gran Madre, esperando su juicio. Ahora, en el horizonte del mito y de la psique, emerge un nuevo relato: el del ego que ha dejado de ser hijo para volverse creador. En esta fase, la figura femenina es gradualmente excluida por el patriarcado naciente, degradada al rol de recipiente, de matriz pasiva. La vida ya no se engendra desde la fusión con lo otro, sino desde el acto autónomo del padre que se proclama a sí mismo origen: el dios que da a luz por su palabra, su aliento, su fuego interior. El masculino se vuelve principio generador.


Este gesto radical —excluir a la madre como dadora de vida— marca la ruptura definitiva con el uroboros y sus ciclos de muerte y renacimiento. Frente al disolverse del yo en el océano materno, el nuevo ego opta por lanzarse más allá de la muerte, hacia la trascendencia. Donde antes la disolución era destino, ahora la muerte es cruce, umbral, y no fin.


No obstante, este salto no habría sido posible sin el descenso. La consciencia solo alcanza esta autonomía tras haber atravesado el dominio de la Gran Madre, con su fascinación, su violencia, su erotismo y su abismo. Allí, en ese abrazo totalizante, el ego aprendió el precio del origen. Y al desprenderse de él, no lo olvida: lo transforma.


El hijo que ha sobrevivido a la devoradora, que ha resistido la embriaguez de la diosa y no ha muerto bajo su lanza, ya no es simplemente un hijo. Es un yo despierto. Y con él se abre un nuevo mito: el de los Padres del Mundo separados, los opuestos reconocidos, el principio masculino y el principio femenino distinguiéndose, dialogando —ya no en confusión, sino en tensión creativa.


Allí comienza otra etapa. La Gran Madre se retira, pero no desaparece. Se oculta en el inconsciente, convertida en símbolo, en sombra, en fuerza arquetípica latente. Su presencia, negada pero no vencida, seguirá hablando en sueños, en arte, en los ciclos profundos de la vida psíquica. Porque todo nacimiento, incluso el del ego autónomo, lleva la marca de quien primero lo sostuvo.



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