top of page

Emanaciones en el Camino del Héroe: Psicología Narrativa del Origen

  • Foto del escritor: bretonamadeus
    bretonamadeus
  • 20 oct
  • 10 Min. de lectura

Actualizado: 4 nov

Huevo cósmico flotando en un universo en expansión, símbolo arquetípico del origen y las emanaciones según la Psicología Narrativa y el Ciclo Cosmológico.
El huevo cósmico como imagen del origen

¿Qué impulsa a las culturas a narrar su origen? ¿Por qué, en cada rincón del planeta, el ser humano ha sentido la necesidad de imaginar un punto de partida para todo lo que existe?


Desde la Psicología Narrativa, los relatos de creación no son simples respuestas al enigma del cosmos. Son expresiones simbólicas de una verdad interior que busca forma. A través de mitos, rituales y cosmogonías, las civilizaciones han proyectado en el universo externo la memoria de un origen profundamente existencial.


Con este nuevo artículo, iniciamos una serie dedicada al Ciclo Cosmogónico, explorando su primera fase: las emanaciones, ese momento en que lo invisible comienza a manifestarse en forma.


Y aunque el héroe aún no ha nacido, su destino está íntimamente ligado a este misterio. Porque en su viaje más profundo, tendrá que descender hasta este origen para reclamar su don. Comprender las emanaciones no es solo entender cómo empieza el universo: es empezar a entender desde dónde empieza el alma a narrarse.



El relato del mundo antes del mundo (El Ciclo Cosmogoníco)


Antes que la historia del héroe, estuvo la historia del mundo.  Mucho antes de que alguien emprendiera un viaje, los mitos ya intentaban decir cómo empezó todo: de dónde surge el tiempo, la forma, la conciencia. Y, sobre todo, qué hay antes de todo eso.


A ese intento de narrar el origen —y también el final— Joseph Campbell lo llamó Ciclo Cosmogónico. No es una teoría, es un gesto ancestral: el ser humano tratando de contarse el principio desde símbolos, imágenes y silencios compartidos.


Ese ciclo aparece una y otra vez en distintas culturas, con distintos rostros, pero una misma estructura:


  • Emanaciones

  • Nacimiento virginal

  • Transformaciones del heroe

  • Disoluciones


En esta serie vamos a recorrer cada una de esas fases. Y comenzamos por el principio: las emanaciones, ese momento donde nada tiene forma aún, pero algo empieza a manifestarse.


El héroe aún no ha nacido. Pero ya está inscrito en esta danza.  Porque su viaje —si logra atravesar todas las capas de lo visible y lo invisible— lo llevará de regreso aquí:  al punto donde el misterio y la existencia conviven.  



De la psicología narrativa a la metafísica


Los mitos no surgen al azar, ni son meros desvaríos de la fantasía. Aunque brotan de las mismas fuentes que los sueños —el inconsciente profundo—, no son sueños. Son obras del alma conscientes de sí, tejidas con símbolos, afinadas por el tiempo y repetidas por generaciones como un canto sagrado.


Lo que Campbell propone es revelador: los mitos son psicología leída como cosmogonía.  Lo que parece una historia sobre el origen del mundo, es también un mapa de la psique humana. Pero no se detiene ahí.  Cada mito es una forma ritual de decir lo indecible, una imagen que no solo nace del alma, sino que apunta hacia algo más vasto: un orden invisible que sostiene tanto al universo como a la conciencia.


Durante siglos, estas imágenes —creadas, discutidas y preservadas— han servido como puentes.  Puentes entre lo que sentimos y lo que no sabemos nombrar, entre los ciclos del cosmos y los ritmos del corazón humano.  No para explicar el misterio, sino para habitarlo con dignidad.


Los mitos no proyectan fantasmas sobre el mundo: canalizan fuerzas.  Despiertan lo que duerme en lo profundo, y lo conducen hacia formas comprensibles.  Por eso, su función no es solo simbólica, sino transformadora: tocan lo inconsciente, sí, pero para ligarlo con la vida práctica, con el gesto diario.


Y en ese movimiento —entre lo interno y lo eterno—, la psicología se vuelve metafísica.


Porque lo que en un plano es libido, en otro es mana, o wakonda, o shakti, o simplemente “el poder de Dios”.  Nombres distintos para una misma energía sin rostro, presente en todo, fluyendo en la vida, en los dioses, en nosotros.


El mito no da respuestas. Abre espacios. Despierta preguntas.


Un origen que no solo está detrás de nosotros, sino también por delante: porque el héroe, en su viaje, deberá volver a ese fondo invisible.



La Ronda Universal


El universo, como el alma, respira. Se expande y se contrae. Surge del misterio y vuelve a él.  Y así como el cuerpo duerme, sueña y despierta, la conciencia cósmica también gira por sus propios estados: un vaivén perpetuo entre lo visible y lo invisible.


Para los mitos, el mundo no fue creado una sola vez.  Existe en un ciclo sin fin: emerge desde la profundidad sin tiempo, se manifiesta en forma, se transforma y vuelve a disolverse en lo inefable. Luego, todo comienza de nuevo.  Es la gran ronda de la existencia, y su continuidad depende —como en el ser humano— de un flujo ordenado de energía vital entre los planos del sueño, la vigilia y el fondo primordial.


Campbell describe este ciclo como una circulación de la conciencia a través de tres planos: la vigilia, donde experimentamos el mundo externo; el sueño, donde esas experiencias se interiorizan y se transforman en imágenes; y el sueño profundo, sin forma ni contenido, donde todo es goce inconsciente, unidad, silencio.


Esa secuencia —vigilia, sueño, disolución— no solo rige al individuo, sino también al universo.


Las culturas han narrado esta ronda en distintos lenguajes.   Los Jainas imaginaron una rueda de doce rayos que gira eternamente, dividiendo el tiempo en ciclos ascendentes y descendentes, sin principio ni final.  Los hindúes hablaron de las cuatro yugas, edades que se suceden en un patrón de nacimiento, deterioro y renovación.  Cada tradición, a su modo, dibujó esta danza de lo eterno en símbolos comprensibles.


Pero más allá de sus formas, el mito siempre nos lleva al borde del misterio.  Aunque habla de ciclos, señala algo que está fuera del ciclo: una presencia silenciosa que lo contiene todo y que no puede nombrarse.


Campbell lo llama el plenum de silencio: Esa plenitud inabarcable que habita cada átomo, cada instante.  Incluso en sus momentos más ligeros o absurdos, el mito apunta a lo que está más allá de los ojos. Como en la Cábala medieval, donde el Makrosopos —el Rostro Mayor— representa la luz infinita que sostiene el universo, sin jamás agotarse en él.


Narrar la ronda cósmica no es explicar el tiempo, sino reconocer, en cada giro, la quietud que lo sostiene.  Porque ese ritmo, anterior a toda forma, es también el llamado que aguarda al héroe.



Fuera del vacío: el espacio


Toda forma nace con una fecha de regreso.  Los mitos de la creación lo saben: lo que emerge, se rompe; lo que empieza, termina; lo que se ve, se disuelve. Pero también enseñan que nuestra verdadera naturaleza no está en las formas que pasan, sino en lo que las hace posibles. Por eso, el mito no es trágico. Aunque relata destrucciones, nunca pierde de vista lo eterno.


Desde el vacío —uno desde la ausencia, sino de la plenitud invisible— comienza a desplegarse el universo.  No como un acto único, sino como un desdoblamiento lento, como una respiración: primero el espacio, luego el aire, el fuego, el agua y la tierra.  Con cada elemento, una nueva capacidad para percibir: el oído, el tacto, la vista, el gusto, el olfato. Así lo enseñaban los antiguos sabios de la India, y también lo insinuaban los hebreos en su Cabalá, donde un árbol invertido —con raíces en el misterio— deja caer luz en forma de mundos.


El mito narra esto. Lo canta. Lo sueña.  Habla desde un lugar donde toda imagen es metáfora, donde lo importante no es el símbolo, sino lo que asoma a través de él. Porque cuando la mente se aferra al símbolo como si fuera la verdad, el mito se apaga. Campbell lo advierte: toda imagen es solo la sombra de lo que no se puede mirar.


Como en un sueño, el mito transita lo sublime y lo absurdo sin pedir permiso.  Nos incomoda, nos arranca de la comodidad del entendimiento, para recordarnos que lo esencial no está en las figuras del relato, sino en el fondo que las sueña.


Narrar el surgimiento del mundo, entonces, no es describir su estructura, sino sentir su profundidad.  Porque solo el héroe que ha descendido a ese fondo —donde incluso la materia era apenas un susurro del vacío— podrá, algún día, regresar con el fuego de los dioses.



Dentro del espacio: la vida


Una vez desplegado el espacio, el universo se vuelve fértil.  La primera respiración da paso al segundo movimiento: el nacimiento de la vida.  Como una danza ordenada, polar, vital.  El mito lo representa a menudo como una gestación: el mundo como vientre, la creación como parto.


Las culturas han imaginado este momento como la explosión de un huevo cósmico: un cascarón flotando en el vacío, dentro del cual la vida crece, vibra y se multiplica. Esta imagen aparece en los mitos órficos, egipcios, finlandeses, budistas, japoneses… Pero más que describir un evento del pasado, lo que narran es el misterio de estar vivos ahora.


Desde esa matriz primordial brota la dualidad: masculino y femenino, activo y receptivo, sol y luna, día y noche.  Cada ser lleva en sí la memoria de esa unidad original, de ese Uno que se fractura para reconocerse en el otro.


Lo sabían los sabios de la Cabalá: antes de nacer, el alma es una sola, completa. Al llegar a la Tierra, se divide en dos cuerpos, y solo el amor verdadero —el que se alinea con el alma— puede reunirla.  No se trata solo de amor romántico: es el anhelo profundo de volver a ese centro donde cada ser era ambos, donde cada uno era todo.


La vida, entonces, no es solo un fenómeno biológico. Es la continuación de la emanación divina, pero ahora con forma, con aliento, con deseo. Esa chispa vital que pulsa en cada ser —en cada célula, en cada historia, en cada sueño— es la misma que, según el mito, encendió los mundos. Y será también la que el héroe deberá reconocer en su interior cuando llegue la hora de volver al origen.



La ruptura del Uno en lo múltiple


Todo lo que nace de la Unidad, alguna vez se rompe.  El mito lo dice una y otra vez: del centro perfecto emana el mundo, y luego —inevitablemente— se fragmenta. La creación no es solo nacimiento, también es ruptura.


En esta etapa del ciclo, el Uno se disgrega en lo múltiple. Y con ello, surge la ilusión de separación.  Ya no todo fluye desde el centro. Aparece el contraste: el arriba y el abajo, el bien y el mal, el orden y el caos.  Pero esta división es solo aparente.


Desde el corazón del mito, la Unidad sigue intacta, guiando todo en silencio como un titiritero invisible.  Solo que ahora, desde el punto de vista de las criaturas, la armonía se vuelve batalla. Lo que era danza se vuelve drama.


Así lo narran los Maoríes:  el Cielo (Rangi) y la Tierra (Papa) estaban tan unidos, que sus hijos no podían salir del vientre.   Encerrados en la oscuridad, decidieron separarlos a la fuerza. Uno a uno intentaron, hasta que el dios de los bosques empujó con sus piernas y logró abrir un espacio: el mundo.  El precio fue el dolor. Y el llanto eterno de los padres separados.


Y así continúa el mito en otras culturas.  En Babilonia, Marduk desmiembra a Tiamat —el caos primordial femenino— y con su cuerpo construye el mundo.  En los Eddas nórdicos, los dioses asesinan al gigante Ymir y con sus restos erigen la tierra, el cielo, los mares.


La imagen es brutal: la vida emerge de la muerte del origen.  Y sin embargo, Campbell insiste: si miráramos desde otra perspectiva, veríamos que no hay crimen, sino entrega. Que el caos no fue vencido, sino que se ofreció para dar forma a la existencia.


Este es el corazón paradójico del mito:  desde la orilla del mundo, todo parece lucha, pérdida, esfuerzo.  Pero desde el centro invisible, todo es voluntad, danza y transformación.


Como en el Edén, cuando Adán y Eva comen del fruto y se les abren los ojos: ya no ven la unidad, sino la separación. Pero el paraíso no desaparece. Solo queda velado.  Y desde ese velo, comienza la historia del héroe: aquel que deberá atravesar la multiplicidad para volver al centro.



Relatos populares de la creación


No todos los mitos de la creación son cantos solemnes al abismo.  En muchas culturas, el mundo empieza entre tropiezos, errores y comedia.  Allí, el creador no es un dios distante, sino un personaje torpe, cercano, a veces ridículo.  Y el universo surge más como un accidente que como un acto sagrado.


Estos relatos —a veces llamados “mitologías primitivas”— no se preocupan por lo que hay más allá del velo.  Empiezan cuando el misterio ya ha tomado forma, cuando el espacio ya existe y hay que organizarlo.  ¿Dónde irá la tierra? ¿Cómo se hará el hombre? ¿Por qué tenemos que morir?


Aparecen entonces los arquetipos de carne y hueso:  el creador bienintencionado, el bufón caótico, el anciano sabio, la madre tierra.  Y entre todos, arman —como pueden— la escena del mundo.  La muerte, el dolor, la injusticia... todo encuentra su origen en algún gesto mal hecho, algún descuido, algún truco de quien quería “ayudar”.


Los mitos de los pueblos andamaneses, por ejemplo, cuentan que Puluga, el creador, formó al ser humano y lo acompañó en sus primeros pasos. Pero cuando quiso castigar su desobediencia con un diluvio, solo cuatro sobrevivieron: los ancestros de la humanidad actual.  Y la muerte —dicen— llegó porque el primer hombre olvidó pedir la inmortalidad.


Así de sencillo. Así de irreversible.  


Pero, como advierte Campbell, la simpleza no equivale a superficialidad. Detrás del humor y la torpeza, estos mitos hablan del mismo misterio que las grandes cosmogonías.  Sus personajes, aunque rústicos, encarnan las mismas fuerzas: la creación, la dualidad, la reconciliación.


No importa si el mito se cuenta en un templo o junto al fuego de la tribu: siempre se mueve en esa franja donde el Uno se vuelve muchos, y los muchos —algún día— emprenderán el viaje de regreso al Uno.



Árbol invertido flotando en un vacío cósmico, con raíces de luz ascendiendo y ramas doradas descendiendo en la oscuridad estrellada, representando las emanaciones del origen según el Ciclo Cosmológico y la Psicología Narrativa.
El árbol invertido, símbolo presente en la Cábala y otras cosmovisiones, representa el descenso de lo divino hacia la forma.

Cierre


Desde la Psicología Narrativa, explorar las emanaciones no es solo asomarse al misterio del universo: es reconocer que los mitos ofrecen una estructura profunda para narrar la existencia. Al contar el origen del cosmos, las culturas también han trazado el mapa interior de la conciencia.


Las emanaciones representan esa primera expansión: cuando lo invisible se vuelve forma, cuando lo eterno se despliega en tiempo. Pero ese despliegue no es lineal, ni definitivo. Es el primer peldaño de una escalera que desciende… y que el héroe, en su travesía simbólica, deberá escalar de regreso.


Porque si el mundo surge de lo sagrado, el alma —para cumplir su destino— debe aprender a volver allí. No como evasión, sino como retorno con propósito: traer de vuelta el don, la visión, la luz. Este es el corazón del camino del héroe: descender a los orígenes para renacer con sentido.


Desde esta perspectiva, la narrativa simbólica de las cosmogonías no es solo un registro mítico: es una guía interior. Una cartografía ancestral que acompaña al alma en su proceso de individuación, como lo propuso la psicología junguiana: integrar las fuerzas del inconsciente para alcanzar una forma más plena de ser.


El mito no solo explica: orienta. Es una brújula para el alma que busca sentido. Y en esa orientación, comienza también la posibilidad de un relato propio.


En el próximo artículo, entraremos en la segunda fase del Ciclo Cosmogónico: el Nacimiento Virginal, cuando el misterio comienza a tomar forma humana, y la travesía del héroe —finalmente— se vuelve posible.



Comentarios


bottom of page