Diario de Sueños: Tres Noches un Destino
- bretonamadeus
- 19 sept
- 15 Min. de lectura
Actualizado: 23 sept

Hay territorios que solo se revelan cuando cerramos los ojos y nos rendimos al símbolo.
Desde hace nueve meses vengo recogiendolos en mi Diario de Sueños como quien escucha una historia contada en otra lengua. En ellos, he descubierto no solo imágenes, sino sentidos profundos, hilos invisibles que tejen un relato interior.
Lo que aquí comparto nace desde la psicología junguiana, y se apoya en dos pilares que guían este blog: la narrativa simbólica y la psicología narrativa.
No busco aqui interpretar los sueños como enigmas que deben resolverse, sino habitarlos como relatos vivos que revelan el movimiento del alma hacia su centro.
Tres noches, un movimiento
En estos nueve meses he ido sembrando la costumbre de registrar los paisajes oniricos que me habitan en mi Diario de Sueños. Lo que comenzó como un acto de curiosidad personal, se transformó en una forma de diálogo con lo invisible. Cada sueño, cada símbolo, fue trayendo una historia que no parecía venir solo de mí, sino también de algo más grande que me contenía.
Entre todos esos relatos oníricos, hubo una secuencia que se manifestó con fuerza y claridad: tres sueños consecutivos, tres noches unidas por un hilo invisible. Al mirarlos en conjunto, sentí con humildad que allí había algo más que imágenes dispersas; había un movimiento interno, una señal de lo que la psicología junguiana llama el proceso de individuación.
Desde mi vivencia y mi lectura, estos sueños no son solo míos. Pertenecen al lenguaje profundo que todos compartimos: el de lo que yo llamo en mi blog narrativa simbólica, el de los mitos que nos sueñan mientras creemos estar soñándolos.
Comparto aquí esta secuencia, como una ofrenda, como quien ofrece una imagen al fuego, por si alguien más ve en ella un reflejo propio.
La secuencia de los tres días
Miércoles
Estoy con Alejandro, amigo de adolescencia. En la mano tengo un raspado. Espero ese sabor dulce, infantil, lleno de colores. Pero el hielo se impregna de un líquido espeso, negro, denso. Lo siento pesado como una piedra, como si una grieta se abriera en el centro de mi cuerpo, como si se abriera un abismo.
Jueves
Aparece un pequeño furgón de trabajo conducido inicialmente por mi. Debe ser inspeccionado por debajo. Entonces surge un personaje: un mago-mecánico. Corrige la dirección del vehículo, lo reubica. Descendemos juntos a un cuarto de máquinas subterráneo. Todo está lleno de engranajes y mecanismos que no comprendo, pero él se mueve con soltura, como si los conociera de toda la vida. Usa esos sistemas para elevar el vehículo y examinarlo. El lugar es estrecho, lleno de movimientos que implican cierto riesgo. De pronto, desde abajo, comienza a brotar agua jabonosa. Inunda lentamente el espacio.
La escena cambia. Estoy en un retiro que recuerda a los del bachillerato: hay compañeros, juegos, actividades. El encuentro está por terminar. Comienzo a empacar. Al abrir un diván encuentro objetos del pasado: una caja de cubiertos de plata, herencia de mi madre y mi abuela; una consola de DJ que evoca mi juventud e identidad. Son objetos que pesan. No caben todos en la maleta. Tengo que elegir, qué llevar, que dejar atrás.
Aparece entonces una mujer madura, hermosa y atractiva. Hay entre nosotros una conexión. En la despedida compartimos un gesto cargado de ternura: un abrazo, un beso en la mejilla, una caricia contenida. Una puerta abierta a una relación más profunda, pero su rol dentro del retiro no permite más.
Viernes
Conduzco el jeep que alguna vez fue de mi padre. A mi lado va mi hija. Transitamos una ladera del Cocuy. A la izquierda, el abismo; a la derecha, el límite seguro. Manejo con cuidado, reconociendo el paisaje y los peligros. Allá arriba están las nieves, lejanas, escasas. No vamos hacia la cumbre. Seguimos el camino del descenso.
El jeep se transforma en una valija. Me deslizo sobre ella, con todo mi equipaje dentro, ladera abajo, impulsado por la misma gravedad del descenso, hasta llegar a un complejo de edificios industriales. Entró a un ascensor. Los botones están marcados con letras que corresponden a nombres de artistas. Subo al piso 3, luego bajo al 1, señalado con la letra B: Björk, cuya música suena imponente y contundente.
Salgo y me encuentro con Jairo, amigo de la universidad, con quien siempre hubo rivalidad. Después entró a un galpón, lleno de vehículos militares. Un niño se esconde debajo de uno, juguetón y travieso. Un teniente lo observa y dice: “Ese es el ejemplo que deberían seguir los cadetes”.
Me veo en un baño junto a mi hija. Al principio está allí, presente, en su adolescencia del presente. Luego ya no está. Solo queda su reflejo en el espejo. Ella tiene cinco años. Esa imagen me rompe. Lloro. Lloro por la distancia, los años, las separaciones.
La escena final ocurre en una oficina. Está Felipe, otro amigo de la universidad, con quien también hubo una ruptura. Estoy sentado, contenido, todavía con el llanto encima. Y entonces aparece de nuevo el niño. Lleva una bicicleta dorada, brillante. Llena el espacio de ligereza, juego y luz.

El sueño como símbolo vivo
La Fractura
Al entrar en la capa simbólica de estos sueños, se revelan patrones que no solo se repiten, sino que parecen tejerse entre sí con una lógica profunda. Hay un ritmo que no responde a la razón lineal, sino a una sabiduría interior que, en su despliegue, evoca lo que Carl Jung llamó el proceso de individuación.
La primera escena inaugura este movimiento con una fractura: una ruptura del yo, una grieta en la estructura psíquica que comienza a desmoronarse para dar paso a algo más profundo. Aparece Alejandro, amigo de adolescencia y espejo de aquella etapa formativa. En mis manos, un raspado: símbolo de lo dulce, lo infantil, lo que solía nutrirme. Pero en lugar del jarabe colorido, el hielo se tiñe de un líquido negro, espeso, denso. Al ingerirlo, lo siento pesado, punzante, como una indigestión en el plexo solar: centro del yo.
Este momento onírico se refleja en la vigilia como un dolor emocional profundo, casi inexplicable. Es un momento bisagra en mi vida: acabo de tomar una decisión profesional que lo transforma todo. He elegido dejar atrás un camino que me ofrecía estabilidad, para asumir la independencia y dedicarme de lleno a mi proyecto vital y creativo. En esa elección, se desmorona también una imagen de mí mismo: cómo me presento ante el mundo, qué valor tiene lo que soy, lo que ofrezco, lo que represento.
Alejandro no está allí por azar. Su presencia acentúa ese derrumbe de una identidad construida sobre antiguos ideales. Él representa un pasado compartido que ya no puede sostener la vida actual.
La purificación
La escena siguiente continúa el movimiento iniciado con la fractura. Si antes algo se rompía, ahora algo comienza a limpiarse. Como si el alma, al agrietarse, hubiera abierto un espacio para la purificación, para la revisión profunda del yo, no desde la superficie, sino desde sus raíces más ocultas.
Aparece un furgón. Un vehículo sencillo, funcional, incluso frágil. Es la imagen del yo cotidiano, el que me permite moverme por el mundo. Pero ahora necesita ser inspeccionado por debajo, desde ese lugar invisible que lo sostiene. Para ello, desciendo a un cuarto de máquinas subterráneo, enterrado en el inconsciente.
Hay mecanismos que no comprendo de todo, que se mueven con su propia lógica, construidos con años de experiencia, aprendizaje y esfuerzo. Son mis recursos psíquicos, mis herramientas internas. Pero en este nuevo territorio, ya no sé cómo usarlos.
Y entonces aparece el mecánico-mago. que sabe cómo accionar lo que yo no entiendo. Se mueve con soltura entre los engranajes, acomoda el vehículo, lo eleva. Hace lo que debe hacerse, con esa naturalidad que solo tiene lo que está en contacto con lo esencial. El misterio mismo sosteniéndome, quizá ese aspecto de mi psique que responde a lo inconsciente y guia.
Y en medio de esa revisión, comienza a brotar el agua con jabón. Inunda lentamente el cuarto de máquinas, como un gesto simbólico de depuración. El movimiento iniciado en la escena anterior —esa fractura que abrió un abismo— ahora me lleva a mirar hacia abajo. A revisar mi acción en el mundo, lo que me sostiene, el propio vehiculo de mi Yo, entregado a un movimiento psíquico más profundo y psicomagico.
El equipaje
La escena se traslada ahora a un retiro escolar. El entorno evoca una pausa, un cierre de ciclo. Estoy empacando para volver. Pero la maleta que tengo frente a mí no es cualquier maleta: es el símbolo del yo, el contenedor de mi identidad en tránsito.
Al abrir un diván, emergen dos objetos: una caja de cubiertos de plata, heredados de mi madre y mi abuela, y una consola de DJ, eco directo de mi juventud y de mi búsqueda artística. No son cargas accesorias; son símbolos que me interpelan profundamente.
Los cubiertos llevan el peso del linaje materno, de la tradición, del valor transmitido con silencio y cuidado. La consola, en cambio, despierta una parte más vibrante: ese lenguaje musical que construyó mi identidad durante la adolescencia, y que aparece con insistencia en mis sueños como un código simbólico personal.
Ambos objetos me exigen una decisión: ¿qué parte de mí sigue viva y merece ser integrada? ¿Y qué debo dejar atrás como un ciclo ya cumplido? No es una elección práctica, sino un acto interior.
Esta escena revela con claridad el proceso de individuación: distinguir entre lo heredado y lo elegido, entre lo que aún me constituye y lo que ya solo pesa. Es el alma preguntándose, con honestidad: ¿qué quiero seguir llevando conmigo?
La mujer
Como un susurro al cierre del movimiento anterior, aparece ella: una mujer madura, atractiva, cercana. Hay afecto, reconocimiento, ternura. Nos despedimos con un abrazo, una caricia, un beso en la mejilla. Pero el vínculo no se consuma. No porque no exista deseo, sino porque no es el momento.
Desde la psicología junguiana, esta figura encarna el arquetipo del Ánima: representación de lo femenino en el alma del hombre. Es símbolo de lo intuitivo, lo creativo, lo emocional, lo receptivo. Pero sobre todo, es una guía: una presencia interna que, cuando se escucha, conduce al encuentro con lo profundo.
Esta mujer, que aparece una y otra vez en mis sueños, ha adoptado distintas formas a lo largo del tiempo. A veces seductora, a veces esquiva, a veces profundamente maternal. Su presencia ha sido constante en mi proceso de autoconocimiento, y su aparición ha evolucionado a medida que también lo ha hecho mi relación con ella. Este gesto de despedida —afectuoso, sí, pero contenido— no es un rechazo: es una señal simbólica de maduración.
El sueño revela que el vínculo con lo femenino interno está vivo, abierto, en proceso. Pero también deja claro que aún no ha llegado la hora de la unión plena. El ánima se muestra como confirmación, no como consumación. Como si dijera: "Sí, estás en el camino... pero todavía falta."
Esta imagen es profundamente fiel a lo que vivo en vigilia. Estoy caminando hacia ese encuentro con mi parte más intuitiva, más creativa, más sentida. Y aunque ese vínculo se ha hecho más claro y más amoroso, la integración aún no se ha completado. El sueño no me lo oculta: lo pone frente a mí con delicadeza.
Así, el ánima no se presenta como negación, sino como guía amorosa. Como esa figura interna que sostiene el proceso sin apurarlo. Que acompaña sin presionar. Y que sabe que el matrimonio sagrado con el alma ocurre cuando todo está listo… no antes.
El descenso
El siguiente movimiento del sueño está marcado por un descenso consciente. Ya no se trata de escalar, sino de volver al mundo. De bajar, con responsabilidad, hacia lo humano, hacia lo cotidiano, hacia un yo más integrado en relación con el Sí-mismo.
En la psicología junguiana, el Yo es el centro de la conciencia, la imagen que tenemos de nosotros mismos, el punto desde el cual percibimos, decidimos y actuamos. Es necesario para movernos en el mundo, pero también limitado. Por eso, el proceso de individuación implica ampliarlo, confrontarlo, ponerlo en diálogo con el Sí-mismo, ese centro más vasto y profundo que representa la totalidad psíquica, la unión de los opuestos, la guía interior hacia lo que verdaderamente somos.
En esta escena, esa presencia se manifiesta con claridad. La montaña del Cocuy, majestuosa y lejana, con sus cumbres nevadas, aparece como imagen simbólica del Sí-mismo. Pero esta vez no me llama a alcanzarla. No hay anhelo de cima, ni impulso de fusión espiritual que me borre. El movimiento es otro: desciendo.
Conduzco un jeep que fue de mi padre. Ya no soy el hijo que hereda, sino el hombre que conduce. El vehículo —símbolo de lo paterno integrado— me acompaña en un trayecto riesgoso pero firme. A mi lado va mi hija, presencia viva de la continuidad, de lo humano, de la responsabilidad encarnada.
Y aquí se revela un giro profundo en mi camino: durante años, mi búsqueda espiritual estuvo marcada por un ideal ascético, casi punitivo. Quise elevarme, incluso a costa de mi cuerpo, de mis necesidades, de mi humanidad. Proyecté en lo alto figuras paternas severas, idealizadas, inalcanzables. Quise desaparecer en lo sagrado.
Pero en este sueño elijo otra cosa. No subo. No abandono. No me escapo. Reconozco la grandeza de la montaña, pero sigo el camino que desciende. Me mantengo en el vehículo, conduzco con firmeza. Sigo en contacto con la tierra.
Ese es el verdadero acto de individuación: no negar el yo para alcanzar lo elevado, sino aceptar lo humano con conciencia. Integrar el legado paterno, no para repetirlo, sino para transformarlo en una fuerza confiable que me permite guiar, cuidar, acompañar.
El descenso no es renuncia. Es madurez. Es la decisión de encarnar, de estar presente, de vivir. Con el alma abierta y las manos en el volante.
La ladera
El camino continúa. Tras atravesar el paso más peligroso, el vehículo se transforma. Ya no conduzco, ya no controlo: ahora me deslizo montaña abajo sobre mi propio equipaje. El movimiento no surge del esfuerzo, sino de la gravedad misma. No es una subida hacia lo ideal, sino un descenso hacia lo humano, hacia lo concreto, hacia la tierra.
Ese equipaje no es cualquier carga: es el fruto de una purga interior. En el sueño anterior, he discernido con claridad qué objetos, qué símbolos, qué herencias realmente me pertenecen. Allí viajan integrados tanto el arquetipo paterno como el arquetipo materno, mi identidad y mis valores esenciales. No voy vacío, pero tampoco arrastro lo innecesario. Llevo solo lo que me constituye.
Y es sobre ese equipaje —mi historia ya tamizada, mis raíces asumidas— que entro en un nuevo territorio: un mundo más terrenal, donde predominan las estructuras sociales, las normas, los vínculos y las instituciones. Ya no estoy en la cima simbólica, ni en el espacio mítico de lo arquetípico. He descendido al mundo de la persona, ese rostro social que asume formas para habitar la realidad compartida.
Pero esta bajada no es caída, ni pérdida. Es un gesto de encarnación.
Y en paralelo con esta escena onírica, reconozco un cambio real en mi actitud hacia el mundo. La ansiedad social ha cedido. Las antiguas compulsiones —que durante años sostuvieron una neurosis alimentada por ideales rígidos y desconectados de lo humano— comienzan a perder fuerza. Ya no necesito mantenerme a salvo en lo espiritual o lo perfecto. Hoy puedo habitar la incertidumbre con confianza, con una seguridad nueva que nace, no del control, sino de la aceptación de mis límites, de mis vulnerabilidades, de la imperfección misma de la vida.
Jung advertía que el proceso de individuación suele venir acompañado de estos síntomas: una disminución de la compulsión, de la ansiedad, de las estructuras neuróticas que antes daban forma al yo. Y en esa señal reconozco que voy en dirección al Sí-mismo. No como una meta que se alcanza, sino como una corriente interna que sabe adónde va.
Me descubro con una soltura inesperada al socializar, con una presencia más libre, más auténtica. Mi creatividad se expresa sin forzar, sin exigencias externas. Ese vehículo que antes era paterno, heredado, hoy se ha transformado en mi identidad desnuda: quien soy, sin adornos ni máscaras, moviéndose por el mundo no desde la exigencia de ser ideal, sino desde la verdad simple de estar vivo.
El mundo de lo social
El descenso me conduce ahora al terreno que Jung llamaba la Persona: esa máscara necesaria para funcionar en el mundo, para habitar roles, para ser reconocidos socialmente. Pero cuando esa máscara se convierte en única piel, aparece la desconexión del alma. En mi caso, esa desconexión se manifestó durante años en una espiritualidad rígida, trascendente, que me alejaba de lo humano, del error, del cuerpo, del juego.
En el sueño, ingreso a este terreno desde un lugar distinto. Llego a un edificio corporativo: símbolo de estructuras, jerarquías, marcos sociales. Allí, un ascensor marcado no por números, sino por letras que representan artistas. Cada piso es una identidad posible, un eco simbólico. Elijo el primer piso: la letra B, de Björk. Ella, figura femenina, intuitiva, libre, ha sido una presencia recurrente en mis sueños. Su música, su voz, han encarnado para mí lo que significa ser auténtico, extraño, intransigente con la verdad propia. Elegirla es elegir mi voz.
En ese mismo piso aparece Jairo, viejo amigo de universidad, y figura que en mis sueños ha representado una herida profunda: la herida de la identidad atravesada por la competencia. Su presencia me confronta con aquella parte de mí que durante años buscó sobresalir según los símbolos del mundo: reconocimiento, éxito, validación externa. Nuestra relación fue una constante comparación. Él representa esa tensión entre ser uno mismo y querer ser “más que” otro. Su aparición es una memoria viva de ese juego de espejos que por tanto tiempo me atrapó.
Y entonces, en medio de este marco social —formal, estructurado, casi militar— aparece el Niño.
Se desliza, con libertad y osadía, bajo un vehículo militar. Ese gesto no es un simple juego: es una irrupción vital en el corazón de la rigidez, una imagen de lo esencial colándose en lo normativo. Lo que sigue es aún más revelador: el teniente, figura de autoridad, observa la escena y declara: “Ese es el ejemplo que deberían seguir los cadetes.”
En esa validación hay un giro profundo. Lo que antes era reprimido —el juego, la irreverencia, la inocencia— ahora es reconocido como modelo. El sistema interno comienza a abrirse, a transformarse.
Y aquí se enlaza una verdad íntima de mi vida: por años me fue negado el derecho al juego. Desde muy pequeño, escuché la sentencia: “deja de ser niño”. Y lo hice. Crecí rápido, me volví serio, responsable, eficiente. Aprendí a cumplir, a sostener, a responder a las expectativas. Pero ese niño quedó guardado, a la espera de un permiso.
Esta escena es ese permiso. Es la señal de que las estructuras patriarcales que me habitaban comienzan a perder fuerza, y que en su lugar emerge una nueva autoridad interna, una que ya no niega lo esencial, sino que abre paso a mi niño interior. No como un capricho, sino como el corazón mismo de mi autenticidad.
El Puer Aeternus, como lo describe Jung, es una de las manifestaciones más puras del Sí-mismo. Y aquí se manifiesta con claridad: no como negación de la adultez, sino como su complemento necesario. Como la libertad de ser plenamente, sin esconderme, sin justificarme, sin esforzarme por encajar.
El sueño no solo lo muestra. Lo bendice.
El umbral de lo real
El sueño concluye en un baño: espacio íntimo de purificación, donde lo externo se disuelve y queda solo lo esencial. Entro junto a mi hija, pero la escena pronto cambia. Ella ya no está físicamente. Solo queda su reflejo en el espejo. Primero, la veo como la adolescente que es hoy. Luego —de golpe— como una niña pequeña, de cinco años.
Y entonces me quiebro.
Ese reflejo no es solo ella: soy yo mirándome en lo más tierno, lo más vulnerable, lo que no pude ser o no supe sostener. El espejo actúa como umbral simbólico: me obliga a confrontar la ruptura de un ideal, a reconocer la distancia, el duelo, la imperfección. La paternidad soñada se derrumba, junto con una idea del mundo donde todo podía permanecer intacto si simplemente se amaba lo suficiente.
En ese mismo espacio aparece Felipe. No como una figura casual, sino como una presencia recurrente en mis sueños, un símbolo ya conocido. Él encarna la traición de lo esencial, la ruptura de vínculos que en su momento fueron auténticos. Su imagen resuena con fuerza no solo porque representa una amistad rota, sino porque pone en evidencia la caída de una visión idealizada de la vida: una vida guiada por certezas, por lealtades eternas, por una lógica que creía invulnerable. Felipe es el mensajero de una verdad cruda: que incluso lo profundo puede quebrarse, y que en esa fractura también hay aprendizaje.
Y justo cuando ese dolor se hace insoportable, irrumpe el niño eterno, luminoso, con una bicicleta dorada.
La bicicleta, símbolo del yo, ya no es el jeep heredado ni la valija que guarda lo esencial: es ligera, brillante, viva. Y el niño que la monta —el Puer Aeternus, manifestación del Sí-mismo— no llega a negar el dolor, sino a integrarlo.
Jung decía que el Sí-mismo se manifiesta a veces como un niño, porque en él habita la totalidad en su forma más pura. Ese niño no viene a salvarme, ni a inventar una felicidad forzada. Viene a recordarme quién soy, antes del miedo, antes del deber, antes de la traición.
Y en esa imagen final, lo comprendo: la individuación no es reconstruir un yo ideal, sino permitir que lo verdadero viva en lo cotidiano. El niño eterno no borra lo roto. Juega sobre ello. Y al hacerlo, lo transforma.
Epílogo: El viaje como mito interior
Este relato que aquí comparto de mi Diario de Sueños—tejido con hilos íntimos de memoria y sentido— no es solo una reflexión retrospectiva. Es, ante todo, un acto psicomágico dentro de lo que algunos llaman psicología narrativa: done narrarlo, escribirlo, es crearlo, hacerlo realidad, transformarlo. Darle forma simbólica a la experiencia es permitir que la psique la reordene, la comprenda y la atraviese con mayor profundidad. Cada palabra ha sido parte de un ritual silencioso donde lo vivido encuentra cauce, y en ese cauce, se aligera, se transmuta.
Desde la Psicología Narrativa y la Narrativa Simbólica, el alma se despliega en relatos que no buscan explicar, sino encarnar. Y es desde allí —desde la escucha de esa voz interna que habla en imágenes, en afectos, en movimientos invisibles— que este proceso ha cobrado forma. No como una interpretación definitiva, sino como un mito personal en movimiento, como una espiral que gira hacia el centro.
Carl Gustav Jung, con quien humildemente dialoga este texto, nos enseñó que el proceso de individuación no es un ideal psicológico, sino una necesidad vital: el alma anhela volverse sí misma. Y ese anhelo, cuando se le permite expresarse, adopta formas que resuenan con los grandes relatos de la humanidad. Como en el camino del héroe que describió Joseph Campbell —llamado, iniciación, retorno—, estos sueños han dibujado sus propios umbrales, sus propias pruebas, su propia promesa de reintegración.
No comparto estas imágenes como verdades absolutas, ni como un modelo a seguir. Solo como testimonio de un proceso personal, honesto y en curso. Este trabajo no pretende abarcar la inmensidad del pensamiento de Jung, sino aproximarse con reverencia, como quien se acerca a una hoguera antigua para encender su pequeña vela.
A quienes este camino les resulte familiar, inquietante o inspirador —a quienes exploran sus propios símbolos, sueños, sombras y luces— les ofrezco esta voz. No como respuesta, sino como eco. Como quien ha caminado un tramo y, al voltear la mirada, deja marcadas unas pocas piedras en el sendero. Nada más. Nada menos.



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