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Diario de Sueños: El robo del camión, la sombra y el altar del orangután

  • Foto del escritor: bretonamadeus
    bretonamadeus
  • 23 oct
  • 9 Min. de lectura

Actualizado: 24 oct

Diosa griega sin rostro en el umbral de un templo mítico, símbolo del arquetipo femenino y del inconsciente en Diario de Sueños.
Imagen del Anima de mi Diario de Sueños

Hay sueños que no llegan para consolarnos, sino para inquietarnos. Son visiones que emergen desde las grietas más hondas de la psique, trayendo consigo imágenes que estremecen y desestabilizan.


Esta nueva entrada de Diario de Sueños continúa la exploración de mis propios sueños desde la narrativa simbólica y la psicología narrativa, en diálogo con la psicología junguiana y la mitología comparada


He querido traer aquí un sueño que me impactó especialmente por la aparición intensa y reveladora del arquetipo de la sombra —esa figura enigmática, a veces temible, que según Carl Gustav Jung encarna todo aquello que hemos rechazado o negado de nosotros mismos.


Este sueño es una puerta abierta al misterio, que te invito atravesar.



Mi Diario de Sueños dice:


Llego en carro a un barrio que reconozco de inmediato. Es el barrio de mi adolescencia, de mis vacaciones de juventud, de aquellos días en que todo parecía posible. Hay una sensación de verano, de tiempo suspendido.


En una esquina están Alejandro y Diana. Hablan entre ellos, no me esperan. Diana, mi exnovia y compañera del colegio, me saluda con frialdad. Su rostro está borrado, sin rasgos. Alejandro, mi amigo de infancia, me abraza con amabilidad, aunque con cierta extrañeza ante mi presencia. La atmósfera es ambigua: estoy en un lugar que reconozco de mi pasado, pero del cual no soy del todo bienvenido. Me siento visitante en terreno ajeno, con una mezcla de nostalgia y de necesidad por recuperar algo.


Luego aparece un amigo de Alejandro, con un aura extraña e incómoda. Me pide el carro “para darle una vuelta”. Se lo presto. Él lo toma, pero el carro se ha transformado en un camión enorme, una tractomula articulada. En una rotonda, el vehículo gira con fuerza, casi descontrolado, desbordado. Espero que regrese, pero el conductor toma otra dirección y se lo lleva. Siento que me lo roba, y me invade una sensación de abuso y agresión.


En medio de la frustración y el desespero me entero de que lo han capturado lejos, muy lejos, en alguna carretera entre las montañas, fuera de mi alcance, transportando cocaína. Siento la angustia y la gravedad de la circunstancia: la pérdida del camión, la posibilidad de quedar implicado y las consecuencias que eso pueda acarrear.


Luego me encuentro en la habitación del apartamento donde vivía con mis padres. Estoy acostado junto a mi papá. Le cuento la noticia del robo y todo lo que ha sucedido. Él escucha y reacciona con angustia, pero sin reproches. Yo, por mi parte, siento culpa por no haber hecho lo debido a tiempo: por no haber denunciado a las autoridades, por no haber prevenido el daño y por las posibles consecuencias que esto pueda traer, no solo a mí, sino también a mi familia.


De nuevo la escena se transforma. Estoy en un centro comercial, se hace de noche, el tiempo se agota. Llevo una carta, un mensaje en la mano. Debo enviarlo por mensajería, pero los puntos que encuentro no son de la empresa correcta, sino de otras. Camino buscando el lugar adecuado. El edificio me recuerda los pits de Fórmula 1 o los talleres mecánicos: un primer piso abierto, amplio, por donde podrían pasar autos.


En uno de esos módulos hay un cercado de malla. Dentro, varias personas sentadas en sillas, detenidas. Entre ellas está el hombre que me robó el camión. Me acerco con el mensaje en la mano. Le toco el hombro para que vea el papel. De pronto brotan en mí la rabia y el odio. Lo golpeo, lo insulto, lo amenazo: “usted no sabe con quién se metió, esto se paga caro”. Él sonríe, provocador, disfrutando de la escena, con una actitud maníaca, casi psicopática.


La secuencia cambia. Dentro del mismo centro comercial llego a una plazoleta pequeña, silenciosa, de forma circular y simétrica. En el centro hay una fuente. Al norte, un altar elevado, sobre el cual se encuentra erguido un orangután. Quien se sitúa debajo y hace las respectivas ofrendas o pedidos puede recibir el agua que cae desde arriba, entregada por ese ser que se yergue desde la parte más alta del altar. Su aura es enigmática, misteriosa: una sabiduría arcaica y primitiva. Desde lo alto derrama agua, como si bendijera o purificara. La atmósfera es sagrada, como la de un templo oracular.


De repente aparece un explorador. Dice que soñó que en ese sitio había una fuente. Nosotros le señalamos la del centro, pero él insiste:—No, no, la fuente que yo soñé era un orangután.


Levantamos la mirada y le mostramos el altar del norte. El explorador se acerca con respeto. Le preguntamos si quiere hacer una ofrenda. Responde que no, que solo quiere preguntarle al orangután por qué está ahí.

El orangután responde con serenidad:—Otros exploradores que han venido antes me han dicho que está escrito en las constelaciones.


Es todo lo que recuerdo.



El barrio y los rostros del pasado


La primera escena me sitúa en un barrio que reconozco de inmediato: el de mis veranos, mis vacaciones de juventud, los días en que todo parecía posible. Todo allí tiene la textura de la nostalgia, un aire suspendido que me devuelve a lo que fui. Pero junto a esa luminosidad aparece una sensación ambigua, una certeza silenciosa: ya no pertenezco a ese lugar.


En la escena están Alejandro y Diana, presencias recurrentes en mis sueños. Alejandro, mi amigo de infancia, irradia calidez. Su figura me conecta con mis primeros años de juventud, con esa autenticidad despreocupada que aún intento preservar. Diana, en cambio, llega envuelta en un aire de distancia y de pérdida. Su presencia siempre trae consigo una nota de añoranza, como si encarnara algo que se fracturó y que sigo intentando recuperar.


En este sueño, su aparición tiene un peso más hondo. Su rostro está borrado, sin rasgos, y esa imagen me confronta con una etapa de mi vida que aún me duele recordar: un tiempo en el que, impulsado por la búsqueda de lo trascendente, me volví arrogante y pretencioso. En nombre de esa aspiración espiritual, di la espalda a una vida que me ofrecía cosas valiosas que no supe agradecer.


El rostro borrado de Diana condensa esa culpa: el precio de haber desatendido lo real por lo ideal, lo humano por lo abstracto. Y al mismo tiempo, su aparición vuelve a abrir esa tensión entre la nostalgia y la imposibilidad del regreso.


Estar ahí, entre ella y Alejandro, es habitar una frontera interior: entre la frescura de lo que alguna vez fui y la conciencia de lo que dejé atrás. Es un umbral en el que el sueño me muestra, con la claridad de un espejo, lo que el alma recuerda cuando el tiempo ya no puede devolverlo.



El robo del camión y el autosabotaje


En esta parte del sueño aparece la figura del amigo de Alejandro, y lo primero que me llama la atención es su cercanía con él. Alejandro ha aparecido en varios de mis sueños, y con el tiempo he comprendido que representa una parte esencial de mí mismo: el arquetipo de mi identidad más auténtica, esa chispa vital y amistosa que define mi naturaleza. Que este personaje esté vinculado a él no es casualidad. Está, de algún modo, ligado a mi propia esencia, pero lo hace desde la distorsión, desde la sombra.


Cuando este amigo de Alejandro toma mi carro, siento que toca algo profundamente elemental de mí. El vehículo es más que un objeto: representa mi movimiento en la vida, mis recursos, mi energía vital. Al ser robado, es como si esa fuerza interna quedara en manos de una parte de mí que actúa sin conciencia, que se ha vuelto destructiva.


La aparición de mi padre en el sueño acentúa esa sensación de desprotección. Él murió hace veinte años, pero aquí su figura no es literal: representa la autoridad interna, la fuerza que protege y da sostén. Y el niño interior que acude a él es esa parte vulnerable de mí que se siente amenazada, que busca amparo ante el caos.

En este punto del análisis, aplico lo que suelo llamar el ejercicio inverso del símbolo: no se trata de interpretar la imagen, sino de permitir que la imagen me interprete a mí. De dejar que me lea, que revele lo que en mí aún permanece oculto.


Y desde ahí comprendo que este ladrón no es un otro, sino una parte escindida de mí mismo. Es una proyección de la sombra: una energía reprimida, oprimida por los juicios externos, por las exigencias del mundo, por los mandatos de lo que debía ser. Esa parte silenciada se ha vuelto violenta porque no ha sido escuchada. Ha convertido su frustración en autosabotaje, atacando mis propios recursos, intoxicando lo que en mí debería fluir como energía creativa.



El mensaje y la confrontación con la sombra


El símbolo del mensaje que llevo en las manos tiene una carga enigmática. Desde el inicio siento que es algo importante, aunque no logro comprender qué representa. Sé que debo enviarlo, que tiene un destino, pero no encuentro el canal correcto. Esa búsqueda refleja el intento de mi interior por hallar un medio de comunicación consigo mismo, un puente entre lo consciente y lo inconsciente.


El sentido se aclara cuando aparece la sombra. Reconozco entonces que el mensaje estaba destinado a ella, que la entrega debía hacerse hacia adentro. Esa sombra —parte escindida y oprimida de mí— ha estado esperando ser reconocida. Al entregarle el mensaje, ocurre algo esencial: mi conciencia se comunica con lo fragmentado, y ese contacto abre el canal que permite la integración.


Desde ese momento, la violencia que emerge en el sueño ya no es simple agresión. Es la irrupción de una energía psíquica reprimida durante años: la rabia, el odio y la impotencia acumulados. En ese estallido hay una catarsis profunda, una liberación de la tensión interna. La fuerza que antes actuaba de modo destructivo encuentra una vía de expresión consciente, y en esa expresión comienza a transformarse.


Lo más potente es que este encuentro ocurre en un espacio público, bajo el ojo del juicio colectivo. Esa exposición resuena con algo íntimo: mi parte herida, atrapada y juzgada, puesta en evidencia ante todos. Es mi propia sombra la que se muestra, revelando mi fragilidad y mi historia más oculta.


Al seguir las asociaciones, comprendo que esa energía, reconocida y nombrada, cambia su sentido. Deja de ser amenaza para convertirse en vínculo: una fuerza que ya no actúa desde la oscuridad, sino desde la conciencia que la acoge.



El oráculo y el misterio del Sí mismo


Después de la confrontación con la sombra, el sueño cambia completamente de atmósfera. Tras el caos y la violencia, se abre un espacio de calma y profundidad. Me encuentro en una plazoleta circular, con una fuente en el centro, y algo en mí reconoce de inmediato que este lugar tiene otro peso. Hay una sensación de orden, de equilibrio, como si el alma se hubiera reacomodado.


Empiezo a notar los símbolos: el círculo, el agua, el altar al norte, la figura del orangután que derrama agua desde lo alto. Todo sugiere totalidad. No parece solo una escena, sino una representación interna de algo mayor. Cuando el orangután habla, lo hace con la voz de un oráculo: sus palabras no responden, abren. “Está escrito en las constelaciones”, dice. Su respuesta no explica, pero toca algo profundo en mí.


Comprendo entonces que el sueño no busca ofrecer respuestas, sino revelar el misterio mismo. Como en los mitos antiguos, la verdad no se entrega de frente: se insinúa, envuelta en símbolos. Y ese misterio es, precisamente, lo que percibo como contacto con el Sí mismo. Carl Gustav Jung lo describe como el centro y la totalidad de la psique, pero también como expresión de algo más grande que el individuo: el principio que organiza la vida, lo divino en nosotros.


Siento que este sueño me lleva hasta ese umbral. No como una idea, sino como una vivencia. Es el encuentro con el misterio de la existencia: sin certezas ni cierre, pero con una presencia que sostiene. Algo en mí intuye que este encuentro tiene que ver con el destino, con lo que la vida escribe desde un lugar más profundo que la voluntad.


Y aunque no puedo explicarlo del todo, percibo que deja una huella. Es como si algo en mi interior se hubiera ordenado, como si las piezas dispersas encontraran su centro. Quizás eso sea el contacto con el Sí mismo: no entender, sino sentir que todo —la sombra, la culpa, la violencia, el dolor— forman parte del mismo tejido, del mismo misterio que sostiene la vida y me sostiene a mí.



Cierre


Este pasaje de mi Diario de sueños traza un movimiento interior que va del conflicto a la calma: del robo y la pérdida, al encuentro con la sombra, y finalmente a la imagen del oráculo y el agua. En ese recorrido, los símbolos se revelan como un lenguaje vivo del inconsciente, una forma de diálogo que me permite comprender, aunque sea un poco, mis propias tensiones y reconciliaciones.


Este trabajo se inscribe en la psicología narrativa y la narrativa simbólica que orientan este blog: un intento de escuchar los sueños desde la mirada de la psicología junguiana, sin pretender certezas, solo apertura.


Lo que aquí comparto no es una interpretación definitiva, sino una lectura nacida del ejercicio de atención y de la voluntad de comprender lo que la vida interior intenta decir. Cada sueño, al ser escuchado, deja una huella: un pequeño gesto de integración, una señal de que la psique sigue buscando su centro.


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