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Diario de Sueños: De Israel a África un viaje Onírico

  • Foto del escritor: bretonamadeus
    bretonamadeus
  • 23 sept
  • 7 Min. de lectura

Actualizado: 24 sept

Dibujo a lápiz de una anguila del Diario de Sueños, símbolo del despertar de la energía vital bloqueada en mi proceso personal.
Dibujo a lápiz de mi Diario de Sueños: la anguila como símbolo onírico del despertar de la energía vital y psíquica, de las primeras imágenes que marcaron el inicio de mi proceso.

Hay sueños que llegan como paisajes extraños, cargados de símbolos que resuenan más allá de lo personal. Escenas que, al desplegarse, nos hablan en clave mítica, como si el inconsciente tejiera su propio rito de iniciación.


En este texto comparto un pasaje de mi Diario de Sueños: un viaje que me llevó de Israel a África, atravesando la herida paterna y abriéndose hacia el umbral materno. Lo hago desde el crisol de la psicología junguiana, apoyado en la narrativa simbólica, y la psicología narrativa que son los ejes de este blog.


No busco interpretar los sueños como enigmas, sino habitarlos como relatos vivos. Allí, junto a lo que enseña Jung, resuena también el Camino del Héroe de Joseph Campbell: un tránsito mítico donde el alma se descubre en su propio viaje de individuación.


La secuencia del sueño


Mi diario de sueños dice.  Estoy en Israel. Habito una casa derruida, en ruinas. Dentro de ella, apenas un cambuche improvisado me sirve de refugio. Allí convivo con otros viajeros, cada uno con su pequeño rincón: un sleeping, unas pocas pertenencias, lo mínimo para sostenerse. El agua de la ducha cae débil, apenas un hilo. Todo respira despojo.


El exterior es árido y seco, un páramo de piedra y silencio. En medio de ese vacío aparecen humanoides: cuerpos mecánicos que se mueven como en combate. No son dueños de sí mismos; una conciencia infantil los controla a distancia, como niños jugando a un videojuego de guerra.


Un compañero-guerrero me acompaña. Juntos abrimos la cabeza de uno de los humanoides. Dentro brilla un chip luminoso. Al retirarlo, la máquina se neutraliza, reducida a simple objeto. El chip queda en mis manos como un hallazgo vital en ese paisaje hostil.


La escena cambia. Ya no estoy en Israel ni entre ruinas, sino en África. Cruzo simbólicamente desde el norte la frontera hacia Mozambique. El calor me envuelve, el aire es denso y antiguo.


Figuras femeninas tribales se acercan. Irradian calidez y contención. No es todavía hogar, pero sí un umbral: la promesa de pertenencia, de paz, de acogida. Tras la aridez y la violencia, el sueño me abre a un territorio cálido, frontera viva de reconciliación.



Entre ruinas y despojo


La primera escena nos deja en Israel, en aquella casa derruida donde un cambuche improvisado apenas sostiene la vida. Ese ambiente de ruina y precariedad abre la pregunta por lo que en mí resuena: búsquedas de sentido y la experiencia de renuncia como punto de partida.


Esta imagen toca dos memorias decisivas en mi vida. La primera fue mi partida hacia África. Antes de dirigirme a lo que seria mi destino Maputo, hice una parada en San Vicente, una isla de las Antillas Menores. Allí viví en condiciones muy similares: un lugar precario, compartido con buscadores de todas partes del mundo. Fue un tiempo de renuncia, de desprenderme de lo material y de lo establecido, de soltar seguridades. Una fisura en mi camino, un inicio de tránsito hacia lo desconocido.


La segunda memoria que resuena es la de Israel, etapa posterior, cuando regresé a mi país buscando una verdad trascendente enraizada en mi linaje materno. Allí me adentré en la espiritualidad judía y en la Cábala, una búsqueda que me pedía despojarme de lo vital: negar el cuerpo, los placeres, incluso el yo. Un anhelo de lo sagrado que también cargaba consigo la sombra de la carencia.


En el sueño, ambas experiencias se entrelazan: San Vicente como la renuncia material en lo colectivo, e Israel como el despojo hacia una búsqueda de una identidad trascendente. Juntas marcan un mismo tránsito, un umbral donde se abre la grieta, donde se inicia el llamado. El inicio de un viaje que, como en los mitos, comienza con la fractura de lo conocido y la apertura hacia lo incierto.


Y en ese trasfondo queda insinuada una herida más honda: la búsqueda de lo trascendente como reconciliación con el padre, que en la siguiente escena revelará con más claridad sus raíces en mi propia historia.



Los humanoides y la conciencia infantil: la sombra del Padre


En el paisaje árido y rocoso del sueño aparecen los humanoides. No son simples máquinas: se mueven como marionetas, pero detrás de ellos no hay voluntad propia, sino una conciencia infantil que los dirige a distancia, como niños jugando con violencia sin comprender su alcance.


Desde la mitología comparada, Joseph Campbell recuerda cómo en muchos relatos arcaicos el joven es arrebatado del seno materno por la figura del Gran Padre. Lo que debería ser un rito de iniciación hacia la madurez, cuando no se vive de manera simbólica, se convierte en trauma: la inocencia infantil es arrancada de raíz, sometida a una autoridad que niega lo vital y lo tierno. El niño, herido en lo más profundo, carga un impulso parricida que no puede dirigirse contra el padre, y entonces se proyecta hacia afuera.


Ese desplazamiento lo vemos como fenómeno humano. Jóvenes separados de lo materno, despojados de ternura y sostén, terminan convertidos en soldados de un deber impuesto. Su furia se vuelca contra el vecino, contra el que cree distinto, contra quien no pertenece a su fe, su dogma, su territorio. Así, la herida paterna engendra monstruos: sombras proyectadas en el mundo exterior que no son más que reflejos de un dolor originario.


El sueño condensa esta verdad en la imagen de los humanoides: figuras degradadas de lo humano, marionetas de una conciencia infantil herida que repite el ciclo de violencia sin saberlo. Enfrentarlos es confrontar esa sombra: no solo la mía, sino también la que atraviesa a lo colectivo.



El chip luminoso: rescatar la chispa de la herida


En medio del paraje árido, la escena adquiere un tono casi mítico. A mi lado aparece un compañero-guerrero, figura sabia que conoce lo que debe hacerse. Bajo su guía enfrentamos a uno de los humanoides. Lo sujetamos, abrimos su cabeza, y desde la base de su nuca extraemos un chip luminoso: un pequeño circuito que brilla apenas toca el aire.


Al revisitar esta escena, lo más fuerte no fue la imagen, sino la sensación en mi propio cuerpo. Sentí como si algo se arrancara de mi nuca, como si un bloqueo antiguo cediera y, de pronto, pudiera volver a habitarme. Fue un enraizarme de nuevo en mí mismo, como si la conciencia retornara al cuerpo después de haber estado disociada por largo tiempo.


Lo que antes aparecía como amenaza pierde su peso. Ya no necesito luchar ni destruir, sino reconocer que algo se integra. Es como si el sueño me hubiera permitido atravesar esa herida, volverla más manejable, dejar que en mí se tejiera una nueva trama: una reconciliación silenciosa con la figura paterna y, al mismo tiempo, con mi propio niño interior.


De allí brota una sensación de alivio: vivir la vida un poco más en mí mismo, sin depender de sostenerme en lo exterior. Una ligereza que no niega lo vivido, sino que lo vuelve camino. Un gesto íntimo de autenticidad.



África: el umbral materno y el retorno al origen


La última escena del sueño me sitúa en África, en la frontera norte de Mozambique, como si cruzara un límite geográfico y psíquico. Es un movimiento de norte a sur, un descenso simbólico: dejar atrás la espiritualidad trascendente para entrar en un territorio más auténtico, encarnado, pleno en el cuerpo y en lo humano, patrón que vengo presentando sueños anteriores.


Con esta imagen se cierra un círculo. La primera parte del sueño, en Israel, evocaba indirectamente mi paso por San Vicente, etapa intermedia de aquel viaje cuyo destino final era Mozambique. Allí, en la convivencia con otros viajeros, reconocí el eco de la renuncia y la búsqueda que me marcaban entonces. Ahora, en la última imagen, África aparece de manera literal, como confirmación de que lo insinuado desde el inicio tenía este trasfondo: la psique hablaba desde el comienzo de este movimiento profundo.


África, en el plano del inconsciente colectivo, es la cuna de la humanidad, el lugar donde la ciencia reconoce nuestro origen común. Y en el plano simbólico, es el útero materno, la matriz primordial que acoge, protege y nutre. Al mismo tiempo, representa también el retorno a la danza del cuerpo, de lo vital, después de los despojos de la trascendencia.


En el sueño aparecen mujeres tribales que me reciben como figuras de hospitalidad. Sin embargo, la vivencia no es de pertenencia plena: me siento extraño, ajeno, en un territorio que no me pertenece del todo. Esa sensación me revela que este espacio materno-corpóreo no es aún integración realizada, sino apenas un terreno que comienza a abrirse en mí.


Lo que se presenta es un umbral, una promesa, una apertura. África se muestra como horizonte de contención, de reconciliación y de cuerpo, pero todavía como un camino por recorrer. No es destino alcanzado, sino inicio: el comienzo de una sanación que me invita a avanzar hacia la integración de lo materno y al alivio de la herida paterna.



Cierre


Este pasaje de mi diario de sueños me ha llevado a recorrer, en imágenes, un movimiento profundo de mi vida interior: desde la precariedad de Israel y la memoria de San Vicente, pasando por la confrontación con los humanoides —figuras de la sombra y de la herida paterna—, hasta llegar al umbral cálido de África, donde la Madre colectiva abre un espacio de reconciliación.


Lo que aquí comparto se inscribe en el trabajo de psicología narrativa y narrativa simbólica que guía este blog: una exploración íntima de mis propios sueños a la luz de la psicología junguiana y de la mitología comparada. No es un tratado académico ni pretendo hablar como experto; es apenas una humilde interpretación nacida de mi experiencia personal y de lo que he podido aprender en este camino de estudio y de vida.


Reconozco en este recorrido un proceso vivo: integrar lo paterno y lo materno, liberar lo bloqueado y abrirme a un lugar más humano y auténtico. Es el viaje de la individuación, siempre en tránsito, siempre en construcción. Un mito personal que, como el héroe de Campbell, retorna no a lo trascendente que niega la vida, sino al corazón mismo de lo humano.

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