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Narrativa simbólica en Eliade: el símbolo como puente entre lo sagrado y el mundo

  • Foto del escritor: bretonamadeus
    bretonamadeus
  • 1 ago
  • 10 Min. de lectura
Árbol madre en un bosque al amanecer, representando el axis mundi o centro cósmico según la narrativa simbólica de Mircea Eliade.
El árbol madre como axis mundi: símbolo del centro cósmico que conecta cielo, tierra y lo sagrado.

¿Alguna vez has abrazado un árbol milenario, cuyas raíces tocan lo profundo y cuya copa roza lo eterno?


A su alrededor, el caos se disipa, el tiempo se pliega, y el alma vuelve a su centro.


Este artículo inaugura la serie sobre lenguaje simbólico, un recorrido por el pensamiento de autores fundamentales dentro de la narrativa simbólica, que revelan el símbolo como puente entre lo visible y lo invisible.


En esta primera entrega, descendemos al corazón de la visión de Mircea Eliade, una figura clave para comprender el símbolo como hierofanía: no una mera representación, sino una revelación de lo sagrado que ordena el mundo y funda el sentido.


Un punto de partida para quienes intuyen que el símbolo no se explica: se habita.


Retrato de Mircea Eliade, filósofo e historiador de las religiones, figura clave en el estudio del símbolo y la narrativa simbólica.
Mircea Eliade, pionero en la comprensión del símbolo como revelación de lo sagrado.

Introducción


En muchas tradiciones antiguas, se habla de un árbol inmenso que une los tres mundos: sus raíces tocan lo profundo, su copa abraza el cielo, y su tronco sostiene el espacio habitable. En la mitología nórdica se le llamó Yggdrasil, pero su imagen resuena en múltiples culturas como símbolo del centro: el lugar donde el caos se convierte en cosmos, donde el tiempo se pliega, donde lo sagrado irrumpe y el mundo comienza.


Ese árbol no es sólo un emblema mitológico, sino una figura viva de la lógica simbólica que subyace en la experiencia arquetípica del ser humano. En el marco de una narrativa simbólica ancestral, su imagen condensa una comprensión espiritual del orden y del sentido. Y fue Mircea Eliade quien dedicó su vida a explorar esa lógica: a rastrear cómo el símbolo —lejos de ser una representación decorativa— actúa como una revelación, una manifestación de lo sagrado que ordena el espacio y reactualiza el origen.


Nacido en Bucarest en 1907, Eliade fue filósofo, novelista e historiador de las religiones. Su formación se tejió entre Europa, India y América, atravesando tradiciones espirituales que marcaron su mirada. Pero su obra no se limita a un interés por lo exótico. Eliade no estudió lo sagrado como un fenómeno ajeno, sino como una dimensión fundante del ser humano.


En sus libros, el símbolo emerge como el lenguaje simbólico primordial con el que las culturas tradicionales comprendían el mundo, lo ordenaban y lo habitaban. Esa búsqueda no fue académica: fue existencial. En cada imagen, Eliade percibía una huella de lo absoluto, una forma de retorno a lo originario.


Vista aérea de llanura ancestral con alineaciones simbólicas y círculos de piedra, representación del mundo como estructura sagrada en la narrativa simbólica de Eliade.
El paisaje como estructura simbólica: la mirada sobre el mundo como totalidad sagrada.

El mapa de Eliade: pensar el símbolo como estructura del sentido


En el corazón del pensamiento de Mircea Eliade habita una certeza silenciosa: que el ser humano, en su forma más originaria, no puede habitar un mundo indiferente, sin orientación, sin sentido. Desde las culturas más arcaicas hasta las tradiciones religiosas complejas, el alma humana ha buscado anclar su existencia en un orden más vasto, anterior y superior a sí misma. Ese orden no se impone desde fuera, sino que se revela: y se revela a través del símbolo.


Para Eliade, el símbolo no es una convención cultural ni una herramienta del pensamiento racional. Es una epifanía. Un fragmento del mundo que se vuelve transparente a lo sagrado. En su mirada, los pueblos tradicionales no interpretaban el mundo como nosotros: lo leían simbólicamente, dentro de una narrativa simbólica donde cada elemento se convertía en expresión de un orden invisible. Un árbol podía ser el axis mundi; una cueva, el umbral al inframundo; un rito, la repetición de un gesto arquetípico que hacía presente el origen.


En este sentido, el símbolo no representa otra cosa: es otra cosa. Es el lugar donde lo invisible se torna visible, donde lo eterno se hace presente en lo temporal. Y ese acto no es sólo cognitivo: es ontológico. Allí donde aparece el símbolo, el mundo cambia de estatuto. Lo profano se transfigura. El tiempo se detiene o se reinicia. La existencia se reorienta.


Eliade no concibe al símbolo como ornamento, sino como fundamento. Sin él, no hay mundo humano, sino mera sucesión de hechos. Pero con él, el mundo se vuelve habitable. El símbolo funda el espacio, inaugura el tiempo, y permite al alma reencontrar su centro.


Este es el mapa profundo que Eliade traza a lo largo de toda su obra: una cartografía espiritual donde el símbolo actúa como revelación. Y es precisamente en esa revelación donde se ancla uno de sus conceptos más poderosos: la hierofanía. El momento en que lo sagrado irrumpe en el corazón mismo de lo cotidiano. Es allí donde el lenguaje simbólico cobra su plena densidad como vehículo del sentido.


Entrada a una cueva entre roca y vegetación al amanecer, símbolo del umbral hacia lo invisible en la narrativa simbólica de Mircea Eliade.
La cueva como umbral arquetípico: símbolo de transformación y acceso al mundo invisible.

Hierofanía: la manifestación de lo sagrado en lo profano


Todo símbolo auténtico, según Eliade, es ante todo una hierofanía: una manifestación de lo sagrado. No se trata de una proyección de la mente humana sobre la realidad, sino de una irrupción real de otra dimensión en el tejido de lo cotidiano. Una piedra, una fuente, una montaña: lo sagrado puede manifestarse en cualquiera de ellas. No porque el objeto tenga una propiedad especial, sino porque en él se ha producido una ruptura de nivel. Algo lo ha hecho transparente a lo invisible.


La hierofanía es, así, una fractura luminosa en el plano profano. Un resplandor que no anula lo concreto, sino que lo transforma. Ese árbol no deja de ser árbol, pero ahora es también el Árbol del Mundo. Esa cueva no deja de ser cueva, pero ahora es también matriz cósmica, umbral entre mundos. A partir de ese momento, el espacio ya no es homogéneo. Se ha abierto un eje, una dirección, un centro.


Para las culturas tradicionales, esta experiencia no es abstracta ni simbólica en el sentido moderno. Es un acontecimiento real que reconfigura el modo de estar en el mundo. Donde se ha producido una hierofanía, el lugar queda consagrado. Se vuelve referencia. Punto de orientación. Centro desde el cual se organiza el espacio circundante y se mide el tiempo. El símbolo, entonces, no adorna: consagra. No señala: funda.

Mircea Eliade insiste en que estas manifestaciones no pertenecen a un pasado superado, sino a una estructura permanente de la conciencia humana. En todo tiempo y lugar, el ser humano busca —consciente o no— reencontrar ese lugar donde lo sagrado toca la tierra. Porque allí, y sólo allí, puede comenzar verdaderamente el mundo.


Desde esta comprensión, el símbolo se revela no como un objeto de estudio, sino como un acontecimiento que transforma la existencia. Y cuando esa transformación se orienta, aparece el centro: el lugar donde el cosmos se funda. Es el axis mundi, expresión central del lenguaje simbólico que atraviesa la narrativa simbólica de las culturas. El ombligo del mundo. El lugar donde el símbolo no solo revela, sino que organiza.


Columna sagrada tallada con símbolos antiguos en una explanada ritual, símbolo del centro del mundo y del axis mundi en la narrativa simbólica.
La columna sagrada como axis mundi: punto central desde el cual se organiza el espacio ritual.

Axis mundi y el ombligo del mundo: el símbolo que ordena el cosmos


En la geografía sagrada de las culturas tradicionales, el centro no es un punto cualquiera: es el lugar donde el cielo y la tierra se tocan, donde se funda el orden, donde el caos es vencido. A ese punto axial, Mircea Eliade lo denomina axis mundi: eje del mundo. Su función no es simbólica en el sentido moderno —como si representara una idea—, sino cósmica: actúa como mediador entre planos, como columna vertebral del universo dentro del lenguaje simbólico que estructura la realidad sagrada.


El axis mundi puede tomar múltiples formas: una montaña, un árbol, un templo, una piedra vertical. Lo que los une no es su forma externa, sino su función simbólica. Allí donde aparece, el espacio se organiza. Lo alto y lo bajo se conectan. El mundo se vuelve habitable. La experiencia del centro, para Eliade, no es decorativa: es constitutiva. Sin centro, no hay mundo.


En torno a este eje se estructura toda la existencia. Es el omphalos, el ombligo del mundo, desde donde el tiempo puede comenzar. Desde allí se mide, se orienta, se ritualiza. Todo peregrinaje es un regreso al centro; toda fundación repite el gesto de instalar un nuevo axis mundi. El templo, la ciudad sagrada, el altar familiar: todos son intentos de reinstaurar ese punto originario donde los tres planos del cosmos —cielo, tierra, inframundo— se comunican.


Pero este centro no es un lugar geográfico, sino una categoría ontológica. Allí donde se produce una hierofanía, allí puede aparecer el axis mundi. Es un punto de condensación de sentido, una vertical que organiza lo horizontal. Por eso, cada vez que se erige un árbol sagrado o se traza un círculo ritual, no se representa el centro: se lo reactualiza. Esta lógica está en el corazón de la narrativa simbólica de las culturas tradicionales.


Eliade muestra cómo esta experiencia se repite en culturas separadas por tiempo y espacio: los mayas con su Ceiba cósmica, los hindúes con el monte Meru, los pueblos germánicos con Yggdrasil. Pero no se trata de una coincidencia cultural: se trata de una estructura arquetípica del alma. De una necesidad profunda del ser humano de habitar un mundo ordenado, centrado, orientado.


Y es desde ese centro donde el tiempo también se transforma. Porque no todo instante es igual: hay un tiempo que fluye y se desgasta, y hay otro que se repite y renueva. Es el tiempo del mito. El tiempo en el que todo comienza de nuevo, en consonancia con el orden simbólico del cosmos revelado a través del símbolo como hierofanía.


Ritual ancestral en una hondonada con figuras humanas y fuego antiguo, imagen viva del mito y del eterno retorno en la narrativa simbólica de Eliade.
El ritual como repetición arquetípica del mito: acto simbólico fuera del tiempo

Mito y eterno retorno: el tiempo simbólico como repetición creadora


El tiempo, para las culturas modernas, es una línea: avanza, se acumula, se pierde. Pero para el ser humano arcaico, el tiempo verdadero no fluye: se repite. Se regresa a él como se regresa a una fuente. No se trata de nostalgia, sino de una lógica profundamente simbólica: el sentido no está en lo nuevo, sino en lo originario. Y el mito es la forma por la cual ese origen puede volver a hacerse presente, dentro de una narrativa simbólica que organiza la experiencia del tiempo.


Eliade comprendió que el mito no es una fábula ni una explicación primitiva del mundo. Es un relato verdadero porque dice cómo comenzó todo. Y al decirlo, permite que el mundo comience de nuevo. El mito narra el tiempo primordial, el momento fundacional en que los dioses o los ancestros instauraron las formas, las normas, los gestos que organizan la existencia. Por eso, todo rito —desde una siembra hasta una coronación— no hace más que repetir ese acto primero.


Este es el misterio del eterno retorno: cada repetición ritual no es un eco del pasado, sino una reactualización del origen. El tiempo cíclico no niega la historia, pero la relativiza. Le recuerda al alma que hay otro tiempo, más real, más esencial: el tiempo de los arquetipos, donde cada acto es significativo porque participa de un modelo eterno. Esa concepción del tiempo forma parte del lenguaje simbólico que estructura la conciencia mítica.


Así, el símbolo, el mito y el rito forman una misma estructura: una vía de acceso a lo sagrado. Allí donde el símbolo aparece, el espacio se orienta. Allí donde el mito se reactualiza, el tiempo se renueva. Allí donde el rito se repite, el mundo se re-crea.


Mircea Eliade vio con claridad que esta estructura no es exclusiva de las religiones antiguas. Persiste, aunque transformada, en muchos aspectos de la vida humana contemporánea: en los calendarios, en las celebraciones, en los ritos, en la necesidad de marcar un comienzo verdadero. Cada año nuevo, cada aniversario, cada gesto cargado de intención repite, en el fondo, ese deseo de volver al origen.


Y es precisamente porque el símbolo participa de esta estructura profunda del tiempo y del espacio, que su función no es solo cultural, sino psíquica. El símbolo habita también en nosotros. Nos orienta desde dentro. Nos permite, aún hoy, recordar. Esta dimensión hace del símbolo como hierofanía un núcleo de transformación existencial dentro de toda narrativa simbólica.


Luz solar atravesando una abertura en una cámara de piedra antigua, símbolo del contacto entre lo celeste y lo terrestre en la narrativa simbólica de Eliade.
La cámara de piedra como espacio sagrado donde lo celeste desciende: símbolo de revelación

El símbolo como puente narrativo del alma


El pensamiento de Mircea Eliade nos revela que el símbolo no es un accesorio del pensamiento religioso, ni una curiosidad cultural. Es, en el sentido más hondo, un lenguaje. Un lenguaje simbólico primordial que conecta al ser humano con lo sagrado, con el mundo, con su propio origen. Un lenguaje que no se aprende, sino que se recuerda.


Este lenguaje simbólico no narra hechos: funda realidades. No representa lo invisible: lo hace presente. Allí donde aparece un símbolo, el tiempo se pliega, el espacio se orienta y el alma encuentra su eje. Por eso, Eliade no estudió los mitos como relatos, sino como estructuras vivas que permiten al ser humano re-habitar el mundo con sentido. Así, cada mito, cada rito, cada imagen hierofánica se convierte en parte de una narrativa simbólica que no solo describe el mundo: lo reactiva.


A través de la hierofanía, del axis mundi, del mito del eterno retorno, el símbolo se presenta como un acto que reorganiza lo real. Participar de él es participar del orden profundo del cosmos. Es retornar al centro.

Pero este camino simbólico no se agota en la manifestación externa. También conduce hacia dentro. Hacia ese lugar donde el símbolo deja de estar en el mundo y comienza a hablar desde el alma. Y es en ese punto de inflexión donde aparece una nueva voz, que vendrá a profundizar esta travesía.


Carl Gustav Jung no se detuvo ante los mitos de la historia: buscó sus ecos en el inconsciente. Allí, en los sueños, en las imágenes autónomas, en los arquetipos vivos, reconoció la continuidad entre lo colectivo y lo íntimo, entre lo antiguo y lo interior.


En la próxima entrega, será su pensamiento el que nos guíe. Porque si Eliade nos mostró cómo el símbolo funda el mundo, Jung nos enseñará cómo el símbolo funda el alma, y cómo la narrativa simbólica también habita el inconsciente.



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🌍 Referencias importantes


  • Lo Sagrado y lo Profano – Mircea Eliade

    Una obra imprescindible en la que Eliade articula su visión del símbolo como estructura de sentido, distinguiendo lo sagrado de lo profano y explicando cómo el símbolo funda realidades

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  • El Mito del Eterno Retorno – Mircea Eliade

    Explora de manera profunda cómo el mito actúa como vía simbólica de retorno a lo originario, conectando el tiempo mítico, la jerofanía y la repetición ritual. Esta obra es central para comprender la estructura del tiempo simbólico y del cosmos humano según Eliade.

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  • Patterns in Comparative Religion – Mircea Eliade

    Analiza estructuras míticas comparadas y simbolismo ritual en diversas culturas, clave para entender la configuración temática de la narrativa simbólica.

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  • Mircea Eliade: símbolos, mito y lo sagrado – Video de divulgación

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