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La Luz y el negativo: una narrativa simbólica de cine y redención

  • Foto del escritor: bretonamadeus
    bretonamadeus
  • 3 may
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 4 may


Butaca vacía iluminada por un haz de luz de proyector en una sala de cine oscura. Imagen poética con halos de luz y atmósfera simbólica.
Un instante suspendido donde la luz encuentra forma.

Todo comienza en una sala oscura. 

Las luces apagadas.

Las butacas vacías en espera.

Una a una, las almas ingresan.


Algunas buscan refugio del ruido del día. 

Otras llegan sin saber muy bien por qué,

solo por costumbre.

Hay quienes están ahí por compañía.

Otros, por soledad.


No se miran entre sí.

Pero todas se sientan en silencio,

frente a la misma pantalla.


La pantalla cobra vida.

Un castillo, una montaña, un anciano, un rostro.

Todo parece claro… pero no del todo.


Los personajes aparecen.

Caminan. Se miran.

Hay palabras, hay gestos, hay silencios.


La historia comienza a moverse.

Como un hilo que se empieza a tensar.

No como una línea recta,

sino como un cuerpo.


Un organismo que se ensambla en el tiempo.

Que respira.

Que nos lleva con él.


Lo que vemos parece claro.

Una imagen palpable.


Pero hay algo más.

Una capa que no se dice.

No es solo lo que brilla,

sino también lo que deja de brillar.


Como si cada imagen estuviera tejida de ausencias.


No es la luz lo que habla,

sino lo que la luz atraviesa.


Una delgada lámina de acetato,

donde las sombras están impresas.

Una piel sensible que guarda la imagen en su forma más cruda.

Y que solo al dejarse atravesar por la luz,

revela su verdad.


La película.


En ella la imagen que vemos no es más que una huella.

Una impronta dejada por un sello.


La sombra no niega la Luz.

La anuncia.


Sin esta pantalla,

sin este filtro,

no se hace evidente,

no encuentra forma,

no encuentra significado.


Es en ese fondo velado,

donde la imagen se reconoce a sí misma,

que comprendemos su propósito.


Solo entonces estamos listos para volver a mirar.


Proyector de cine vintage funcionando en una antigua sala de proyección. Bobina de película y halos de luz en una atmósfera simbólica y poética
El corazón mecánico del relato

Y en la superficie del relato

—esa otra capa donde todo sigue en movimiento—,

la tensión reaparece:


En una batalla campal,

el personaje principal afronta su némesis.

Su mayor demonio.

Es una batalla de vida o muerte.


Bajo la luz de sus propias decisiones,

revela la verdad de la cual está hecho.


Sus decisiones lo llevan al límite,

al borde del abismo.

Resonando con las nuestras,

los hilos se entretejen.


Nos aferramos a la silla.

Sufrimos con él.

Vivimos por él.


Por su parte,

la Luz continúa su curso,

su propia alquimia,

atravesando un proceso concatenado de sellos e improntas,

dando lugar a la escena que presenciamos.


En esta cascada inversa,

el negativo fotográfico aparece como eco distante.


Imagen impresa

en una superficie transparente,

emulsionada de bromuro de plata,

expuesta a la luz,

y cuya superficie más expuesta,

se ha ennegrecido.


Estamos ante la presencia de un pacto entre Luz y sombra.

Entre vasija y llenado.

Sello e impronta.


Porque la Luz,

para hacerse visible en este mundo,

debe tomar forma.

Debe vestirse de velo, de sombra, de materia.

Y es en ese recorrido —paradojal— donde se revela.


Solo al velarse puede brillar.

Solo al oscurecerse,

puede ser vista.


Por eso, lo que parece opaco,

es apenas una superficie en espera,

una trama por revelar.


Vista desde atrás de una sala de cine vintage, con espectadores observando en pantalla una escena dramática de un caballero luchando contra un dragón. Imagen simbólica con atmósfera poética y contraste suave
Una historia que nos convoca

Y es allí donde entra el gesto humano:


En las manos del cinematógrafo,

en su oficio silencioso,

corregimos los haluros de plata ennegrecida,

liberando la luz atrapada,

descorriendo el velo,

revelando y liberando la imagen.


Y en ese instante,

ya no estamos en ella,

sino en su latido.


Lo invisible se ha revelado.

El alma ha dejado su marca.

Y todo lo que sigue,

ya no puede ser igual.


Entonces,

como si el exterior respondiera a lo revelado en lo profundo,

mientras esto ocurre por los ojos de nuestra mente,

un rayo de luz atraviesa la sala oscura,

y proyecta las imágenes de la película que continuamos presenciando.


Todos miramos hacia el mismo punto,

la misma pantalla,

pero lo que vemos no es igual para todos.


Nos acompañamos,

pero no compartimos necesariamente la misma imagen.


Cada corazón la habita a su manera.

Cada alma escucha un susurro distinto.

Y sin embargo,

algo común se despierta.


Disolviendo la distancia,

lo individual se vuelve compartido.

Lo fragmentado se vuelve hilo.


Los personajes se destilan en la fricción de sus propios límites.

Ante la sombra y el sufrimiento,

quedan al desnudo.

Testigos de una verdad que no se impone,

sino que se revela.


La historia —la verdadera— emerge,

permeada por la oscuridad,

liberada por la Luz.


Como todo relato que nace desde el fondo y actúa como redención:

no por repetir el camino,

sino por regresar transformado.

Con la mirada limpia.


Y así,

en la penumbra compartida de la sala,

comprendemos:

la sombra no niega la Luz.

Es su testigo más fiel.


Porque solo hay sombra donde la Luz insiste,

donde no ha dejado de estar.


Como el rayo del proyector,

que nunca vemos,

pero que sostiene cada imagen,

sostiene la narrativa simbólica en el cine de la vida misma.



“Lo que arriba brilla, abajo se oculta. Y todo lo que existe, nace del acuerdo entre ambas voces.”

Zohar


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