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Disoluciones en el Camino del Héroe: Psicología Narrativa de la Muerte

  • Foto del escritor: bretonamadeus
    bretonamadeus
  • 9 nov
  • 6 Min. de lectura
Sarcófago egipcio simétrico decorado con jeroglíficos y luz dorada, símbolo del tránsito del alma y la disolución del yo según la Psicología Narrativa.
En el Libro de los Muertos, el alma entrega su forma y regresa al origen.


¿Qué queda del héroe cuando todo lo creado se disuelve? ¿Qué permanece cuando incluso el cosmos regresa a la noche primordial?


Desde la Psicología Narrativa, la figura del héroe en el final del Ciclo Cosmogónico no representa un triunfo, sino una entrega. En este último umbral, el viaje ya no busca conquistar mundos ni integrar opuestos, sino rendirse ante lo que trasciende toda forma: el origen sin imagen, el misterio sin nombre.


Joseph Campbell describió esta fase como el descenso final, donde el universo entero —como el héroe mismo— se enfrenta a su disolución. Pero lejos de ser una derrota, este pasaje representa el retorno. El Camino del Héroe concluye allí donde comenzó: no en el mundo, sino más allá de él.


Este artículo cierra nuestra travesía por las fases del ciclo cosmogónico. Tras las emanaciones, el nacimiento sagrado y las transformaciones, llega el momento del gran desprendimiento. Porque solo quien ha aprendido a morir a sus formas, puede nacer a lo eterno.



Fin del Microcosmos


Cuando llega la hora, el alma —como el fruto maduro que cae de su rama— se desprende del cuerpo. No por accidente, ni por violencia, sino por cumplimiento. Como el mango, el higo o la baya que sueltan el tallo cuando han sido formados por completo, así también el alma se libera. No es un colapso, sino una restitución. El microcosmos se disuelve. Y en ese gesto se revela que el héroe último, el más poderoso, es cada uno de nosotros. No en su forma externa, sino en la esencia que habita el corazón.


Así lo declara Krishna: “Yo soy el Ser, morando en el interior de todas las criaturas. Soy el principio, el medio y el fin de los seres”. Esta enseñanza no es retórica: es la clave del tránsito final. La muerte, entendida desde las grandes tradiciones míticas, no es la negación de la vida, sino su reverso. Es el regreso al punto de origen, donde el alma, despojada de su forma individual, recuerda su naturaleza universal.


“Todo está dispuesto”, dice el Upanishad. “Aquí viene el Imperecedero”, anuncian las fuerzas del cosmos como lo harían para un rey que regresa a su morada. En esta visión, la muerte no es un quiebre, sino un retorno majestuoso, celebrado por los elementos. El mundo entero se organiza para acoger el alma que regresa al Uno.


Pero no todo tránsito es inmediato ni automático. Las tradiciones insisten: quien no alcanzó durante la vida cierto conocimiento —o cierta purificación— deberá enfrentar obstáculos tras la muerte. Los mitos están poblados de guardianes, trampas y umbrales. En los rituales funerarios aztecas, por ejemplo, se entregaban al difunto papeles mágicos: uno para cruzar montañas que se cierran, otro para apaciguar al lagarto Xochitonal, otro más para nadar sobre el río subterráneo con ayuda de un perro rojizo. El cuerpo se disuelve, sí, pero el alma debe seguir caminando.


Esa travesía es descrita con rigor en los textos egipcios. En el Libro de los Muertos, el alma se convierte en Osiris. Se le otorga una voz, un corazón nuevo, un nombre entre los dioses. Su cuerpo espiritual ya no es individual: cada parte ha sido asumida por una divinidad. “Mi cabello es el de Nu. Mis ojos, los de Hathor. Mi corazón, el de Isis. Mi espalda, la de Suti...”. Así, el alma recobra su estatura verdadera: es el universo entero. Y entonces proclama: “Yo soy ayer, hoy y mañana. Yo soy el que tiene el poder de renacer.”


Esta disolución no es una desaparición, sino una expansión. El alma se desliga de lo denso, pero accede a una movilidad mayor. Puede transformarse en halcón, en flor de loto, en barca solar. Puede, incluso, volver a ver su casa, o navegar junto al dios Re. Como en el caso del Buda, cuya muerte no es un cierre, sino la culminación de un proceso de consciencia. Lo que se extingue no es la vida, sino el apego.


Al final de esta fase, queda claro que el ciclo cosmogónico no es solo una historia del mundo: es también una cartografía del alma. La disolución del microcosmos —leída como retorno, no como pérdida— nos recuerda que lo individual no es sino una fase en el despliegue de lo eterno. El héroe, que alguna vez fue persona, ahora se reconoce como totalidad.



Fin del Macrocosmos


Así como el individuo debe enfrentarse a su disolución final, también el universo creado está destinado a su ocaso. En las tradiciones más antiguas y diversas, esta fase del ciclo cosmogónico aparece como una visión apocalíptica —pero no solo en el sentido de destrucción, sino como revelación última del orden oculto que sostiene al mundo.


En los textos budistas, los dioses mismos anuncian el fin de los tiempos con los cabellos sueltos y la ropa en desorden. Con lágrimas en los ojos, recorren el mundo para advertir que el gran ciclo está por renovarse: los mares se secarán, las montañas arderán, la tierra se consumirá, y la destrucción alcanzará incluso los reinos celestiales. “Este mundo será destruido”, dicen. Y no ofrecen una salvación técnica o doctrinal, sino un retorno a lo esencial: cultivar la compasión, el respeto a los padres, la atención a los ancianos. La disolución, en este contexto, no es solo el colapso de un sistema: es el clamor de lo impermanente llamando a la conciencia.


En la cosmovisión maya, la última página del Códice de Dresde despliega un escenario similar, aunque profundamente simbólico. El cielo se rasga: una gran serpiente celestial vomita torrentes, mientras el Sol y la Luna se derraman en forma de agua destructora. Una diosa anciana —con garras de jaguar y falda de huesos cruzados— vuelca su cántaro cósmico. Debajo, el dios oscuro acecha con su lanza invertida, símbolo inequívoco de ruina total. No es una simple ilustración del fin: es una representación del colapso de los equilibrios cósmicos, donde las fuerzas del orden ceden ante lo indomable.


Los mitos germánicos expresan este mismo momento con una crudeza imponente. En el Ragnarök nórdico, la tierra tiembla, el mar invade la tierra, y las bestias cósmicas —el lobo Fenrir, la serpiente Jörmungandr— rompen sus cadenas y avanzan contra los dioses. Thor, Odín, Freyr y los demás caen en batalla. El fresno del mundo, Yggdrasil, se estremece hasta su raíz. El universo arde. Y, sin embargo, tras esa devastación, se insinúa una nueva aurora. Como si incluso la caída de los dioses fuera parte del orden más vasto que los contiene.


La tradición cristiana también alberga visiones de este final. En el Evangelio de Mateo, Jesús anuncia guerras, hambre, falsos mesías y catástrofes naturales como preludio del fin. Pero más allá del terror, su discurso apunta a una purificación: “El sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo… y entonces verán al Hijo del Hombre venir en las nubes con poder y gran gloria.” No hay indicación del cuándo. Lo único cierto es que todo lo creado será sacudido, y solo lo esencial —lo imperecedero— prevalecerá.


Desde las Upanishads hasta el Apocalipsis, desde los códices mayas hasta la poesía eddaica, este momento del ciclo aparece como una necesidad ontológica: el universo, como el individuo, debe morir para renacer. Lo visible se disuelve, el tiempo se pliega, las formas retornan al misterio. En esa gran noche cósmica, todo lo que fue creado —la tierra, los cielos, los dioses— se vuelve a fundir en su fuente original.


Y, como el héroe en su última travesía, también el mundo deja atrás su imagen. Solo aquello que nunca fue forma permanece.


Árbol gigante ardiendo en la noche, imagen simétrica inspirada en el Ragnarök nórdico, símbolo del fin del mundo y la disolución cósmica en la Psicología Narrativa.
En la última noche, el árbol del mundo arde con fuego dorado.

Cierre


Desde la Psicología Narrativa, la disolución no representa una pérdida, sino una culminación: el alma, habiendo encarnado formas, atravesado pruebas y transitado sus propios arquetipos, regresa al silencio del que todo proviene. En esta última fase del Ciclo Cosmogónico, el héroe no conquista ni retorna glorioso: simplemente se disuelve en aquello que lo hizo posible.


Como en los antiguos mitos, el fin del viaje no es un destino, sino un desvanecimiento: del ego, de la forma, del relato. Y, sin embargo, en esa desaparición hay plenitud. Porque quien ha recorrido todo el camino ya no necesita contarse más.


Con este artículo culmina la serie dedicada al Ciclo Cosmogónico en el Camino del Héroe, según Joseph Campbell: desde las Emanaciones invisibles del origen, pasando por el Nacimiento Virginal y las Transformaciones del Héroe, hasta llegar a esta última etapa de Disoluciones, donde el alma enfrenta su umbral más profundo.


Pero el mito no se agota en los relatos antiguos. En el próximo artículo, abriremos una nueva línea de exploración: ¿cómo sobrevive —o se transforma— el Camino del Héroe en la sociedad contemporánea? ¿Qué lugar ocupan hoy los símbolos, los arquetipos y los rituales en una cultura que ya no sabe nombrarlos, pero aún los busca?


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